Columna publicada en El Líbero, 09.08.2016

La cifra brutal de niños fallecidos en las residencias del Sename es solo la punta de un iceberg que estamos lejos de conocer y comprender a cabalidad. El mal funcionamiento de esta institución es un problema de suma gravedad que arrastramos por décadas, pero que ha sido invisibilizado. Si alguien duda que tenemos un problema con nuestras prioridades políticas, este es el mejor (y más dramático) ejemplo.

Las deficiencias de las residencias son múltiples: precarias condiciones materiales, falta de personal especializado, situaciones de abuso y maltrato, déficit de cuidado, baja escolarización de los niños, entre muchas otras, y todas ellas exigen una urgente y total atención por parte del Estado y la sociedad civil. En ese sentido, poco se ha dicho sobre un aspecto clave, sin el cual cualquier solución de raíz y a largo plazo para estos niños es impensable: su familia.

La Convención de los Derechos del Niño reconoce expresamente que la familia es aquel “lugar donde los niños deben crecer, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, por lo que ella debe recibir la protección y asistencia necesaria, para asumir plenamente su responsabilidad dentro de la comunidad”. Sin embargo, la lectura del Informe de la Comisión Especial Investigadora del funcionamiento del Sename, publicado el 2014, destaca que uno de los problemas centrales es la falta de políticas orientadas a evitar que los menores sean despojados de su entorno familiar, de modo que el ingreso en instituciones se utilice sólo como medida de último recurso. Así, se denuncia la excesiva institucionalización de los niños por causas muchas veces injustificadas. En el mismo sentido, dicho informe recomienda que los niños que se ven obligados a dejar sus familias, permanezcan el menor tiempo posible en las residencias y regresen al cuidado de sus padres o, cuando proceda, de otros parientes cercanos, o de una familia de adopción.

Para que esto sea posible no sólo se requiere un cambio de enfoque, sino también ayudar a las familias, para que puedan cumplir con la tarea que se les encomienda. Es decir, que cuenten con los recursos materiales y espirituales para ser y hacer familia. Esta responsabilidad, por cierto, no le cabe sólo al Sename. La falta de políticas públicas para la familia es completamente transversal en Chile. Los asuntos relativos a esta institución han sido abordados desde una perspectiva individualizada y sectorial; es decir, sin considerar a la familia como un todo, sino preocupándose aisladamente de los individuos que la componen (en este caso los niños) y de algunos problemas concretos (pobreza, violencia intrafamiliar, abuso sexual, abandono, trabajo infantil, conductas de riesgo, etc). Esto implica una mirada aislada y parcial a problemáticas multidimensionales y colectivas, que más que con cada uno de sus integrantes, corresponden al funcionamiento familiar en su conjunto. Esta intervención fragmentada para solucionar problemas concretos, desde acciones diferentes según se trate, se traduce en una sumatoria de intervenciones que no sólo resultan ser poco eficaces y eficientes, sino que además desempoderan a la familia como núcleo fundamental y medio natural para el crecimiento, bienestar y protección de los niños.

Ver columna en El Líbero