Columna publicada en Pulso, 15.08.2016

En su reciente mensaje para abordar las demandas sobre las pensiones, la Presidenta Michelle Bachelet señaló la necesidad de construir un “gran pacto nacional” que entregue soluciones consensuadas a las demandas de la ciudadanía. Para un Gobierno que comenzó hablando de la retroexcavadora, buscar acuerdos en un tema que suele discutirse con más pasiones que ideas, resulta un gran avance. Desde La Moneda, al parecer, el tema se trató con menos ideologismo que otras discusiones importantes en materias educacionales o laborales y este giro ha sido valorado de manera transversal. Con todo, el porqué de ese cambio necesita una explicación. ¿Será cansancio, pragmatismo por encontrar alguna tregua con la oposición, o que el realismo ahora lleva aparejada algo de renuncia?

Sin embargo, que el anuncio preliminar de Bachelet haya estado alejado de los extremos de la Nueva Mayoría no quita que nuestro actual sistema de pensiones deba hacer un gran esfuerzo por hacerse comprensible y legítimo de cara a quienes cotizamos mes a mes en él. Para algunos, basta señalar que las AFP han triplicado los fondos invertidos para justificar su existencia. Sin embargo, la eficiencia no es suficiente para dotar de legitimidad a un sistema que ha sido acusado de injusticias estructurales y que, además, está pensado para un escenario de estabilidad y de empleo constante que no toma en cuenta las precariedades propias de nuestro mercado laboral. Por ende, no sólo se necesitan respuestas técnicas que mejoren el panorama futuro de los jubilados (en esa línea van las propuestas del Gobierno), sino que también se necesita una respuesta política que otorgue legitimidad a largo plazo al sistema. Si persiste, en este ámbito, el malestar que inunda a la sociedad chilena desde el año 2011, no habrá reforma que sirva y se exigirá un cambio total del sistema de previsión.

Ahora bien, faltan, por parte del mundo privado, propuestas para legitimar nuestro actual sistema que respondan a los cuestionamientos hechos por diversos grupos de ciudadanos (las bajas pensiones, mal que mal, son una realidad que existe). De ahí que el espectáculo de José Piñera en dos programas de televisión la semana pasada haya sido tan polémico: el problema actual de nuestras pensiones no tiene que ver solamente con los ajustes técnicos, sino con cierta incapacidad de las empresas involucradas por adaptarse a una sociedad que exige mayor participación, información y claridad en los procesos (cabe recordar los esfuerzos que hizo AFP Habitat por promover algunos ajustes al sistema, sin mucho éxito). Que las administradoras de fondos de pensiones hayan sido un motor en la economía chilena no genera, de manera automática, legitimidad. Se necesita responder por qué la cotización individual es el mecanismo más razonable, tomando en cuenta que vivimos en una comunidad y que las decisiones que se tomen ahora influirán de manera definitiva en las próximas generaciones.

El trasfondo intelectual detrás de la propuesta de Bachelet es, paradójicamente, conservador: comprende nuestras instituciones como mecanismos complejos para los cuales no sirve una respuesta revolucionaria que parta de cero, sino que exige valorar sus logros y corregir sus vicios y errores. A fin de cuentas, el diagnóstico de José Piñera y las soluciones planteadas por Michelle Bachelet confluyen en un punto central: el sistema, a fin de cuentas, es perfectible. Ha tenido muchos beneficios, y la mantención de estos exige hacerse cargo de sus puntos ciegos sin cambiar la estructura esencial.

La búsqueda de un acuerdo político transversal, por tanto, es una buena noticia en varios sentidos. En primer lugar, porque las soluciones que se den al problema concreto podrán ser discutidas ampliamente y podrán generar mayor adhesión entre los involucrados. En segundo lugar, porque en un contexto de desafección, de desencanto con el actual Gobierno y de desorientación política, los acuerdos entre Gobierno y oposición permiten discutir proyectos a largo plazo que den mayor sentido de país a las políticas que se emprendan. Y, en tercer lugar, porque si las actuales propuestas de la Presidenta convocan a un espectro amplio de la clase política y tienen relativo éxito en su implementación, será un buen signo para otras discusiones. De ese modo, debates constitucionales, educacionales y laborales podrán ser discutidos de cara a generar un consenso mínimo, en vez de promover propuestas que reinventen nuestras actuales instituciones.

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