Columna publicada en La Tercera, 06.07.2016

“Ahora queremos que quede establecido por ley que no hay vuelta atrás”. Con esta frase, la Presidenta presentó el proyecto de reforma a la educación superior. Al pronunciarla, y quizás sin darse cuenta, Michelle Bachelet admitió su propio fracaso: sólo la retórica puede seguir velando la indómita realidad. De hecho, es difícil negar a estas alturas que el gobierno no podrá cumplir sus promesas en materia de gratuidad.

Esto ocurre por dos razones. Por un lado, los recursos simplemente no alcanzan, y varias reformas tributarias serían necesarias para cuadrar el círculo. Con todo, más allá del grosero error de cálculo, la dificultad más grave va por otro lado: el gobierno no tiene ningún atisbo de idea de cómo diablos implementar la gratuidad en un sistema universitario tan variopinto como el chileno. Intervenir sistemas complejos exige grados elevados de reflexión, y ésta ha brillado por su ausencia. Si esta reforma no va a dejar nadie contento es porque, en último término, está fundada en una consigna vacía que carece de toda referencia a la realidad; y el esfuerzo por fijar los precios no puede sino terminar en un desastre.

Puesta en este dilema, la Presidenta sigue negándose a reconocer lo evidente, y recurre al fraseo: ya que no podemos cumplir con aquello que prometimos, ni sabemos cómo hacerlo, doblaremos la apuesta tratando de atar el futuro. Y aquí nos encontramos con una paradoja difícil de soslayar: para dar su promesa por cumplida, el gobierno busca sustraer del debate político venidero la discusión sobre la gratuidad. Sin embargo, ¿es legítimo que un gobierno se comprometa a largo plazo en cuestiones de política pública que no cuentan con acuerdo amplio? ¿Es razonable dejar amarrados recursos futuros, ignorando la posibilidad de que el mañana tenga otras urgencias tanto o más legítimas? A fin de cuentas, si la política futura no puede fijar prioridades, ¿cuál será su función? ¿Los gobernantes que vengan tendrán que limitarse a cumplir la voluntad de Michelle Bachelet? ¿Cuántos años dura, de facto, el período presidencial en nuestro país?

Es indudable que todo esto tiene una dosis importante de voluntarismo. Después de todo, una ley puede derogarse con otra ley. No obstante, el gesto de la Presidenta dice mucho sobre ella y los molinos de viento que intenta combatir. En un momento particularmente difícil (popularidad en el suelo, señales económicas preocupantes, coalición que parece haber internalizado la derrota en la próxima presidencial), Michelle Bachelet quiere convencernos de que su voluntad se mantiene firme, que no va a claudicar en sus convicciones, y que su gobierno no será de mera administración. Con un entusiasmo que mezcla adolescencia y sed de revancha, la Presidenta busca inmovilizar el futuro, y queda presa de una ilusión particularmente nociva en política: aquella según la cual es posible fijar de una vez y para siempre el sentido de la historia. Así, olvida (y se trata de un olvido trágico) que la democracia exige aceptar la dimensión contingente de lo político, porque se funda en la soberanía del pueblo antes que en soberanía de la historia.

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