Columna publicada en El Líbero, 26.07.2016

La situación del Sename ha revelado una brutal desconsideración a ciertos asuntos urgentes que, como sociedad, no hemos sabido resolver. Las cifras dadas a conocer hace algunas semanas ―casi 200 niños fallecidos en la última década, aunque para algunos ese número podría ser todavía más alto― demuestran que no es una situación aislada o puntual la que ha salido a la luz, sino una realidad precaria que sucesivos gobiernos no han afrontado con la suficiente fuerza. Surge de esto una pregunta fundamental: ¿qué preponderancia le damos, dentro del debate político, a situaciones apremiantes y graves como la de los niños en riesgo social?

Basta con observar dos de los grandes temas que mueven nuestro debate público: la gratuidad de la educación universitaria (mientras seguimos con bajísimos índices de comprensión lectora en la escuela) o el proceso constituyente (mientras hay lugares dentro de Chile donde difícilmente rige un estado de derecho). Siendo la educación o nuestro ordenamiento constitucional temas fundamentales, no cabe duda de que el protagonismo que adquieren ciertos debates resta visibilidad a temas que solo logran hacerse oír cuando suceden situaciones dramáticas, pero que necesitan soluciones urgentes. Pareciera que la construcción de una nueva sociedad anunciada por el “Programa” de la Nueva Mayoría obliga a sortear todos los escollos del camino: cualquier elemento que no esté directamente relacionado con los derechos sociales universalmente garantizados queda en lista de espera.

Una de las razones detrás de este desajuste entre urgencias y reformas políticas la esboza Claudio Alvarado en su artículo del libro Los invisibles. Por qué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser prioridad, editado por Catalina Siles y publicado este año por el IES. En su texto, Alvarado explica que nuestros debates suelen estar comprendidos en términos binarios. Así, creemos que todos nuestros problemas son provocados por una comprensión del “Estado mínimo” como el que propone Nozick, desarrollado por el modelo “neoliberal” implantado por la dictadura. Ante eso, se propone una universalización de los derechos sociales, posición que ha sido defendida en nuestros debates por Fernando Atria. El problema es que los puntos ciegos de una focalización restringida ―o que no ha sabido generar escalas de beneficios de acuerdo con el grado de precariedad― no se solucionan con una garantía universal de bienes que terminan favoreciendo a los más ricos o, en cualquier caso, impidiendo priorizar la situación de quienes más ayuda requieren.

Las necesidades perentorias de nuestro país, como la situación de las cárceles, la precariedad del mercado informal o la mencionada crisis del Sename, exigen una reflexión más detenida. La solución podría apuntar en dos direcciones. Por un lado, se deben comprender de manera más compleja las entradas y salidas a situaciones vulnerables, pues hay enormes sectores de la clase media que, sin clasificar a beneficios sociales, viven en situaciones frágiles que los pueden llevar nuevamente a la pobreza. Así, se necesita concentrar los esfuerzos en los más pobres y marginados, al tiempo que se afianzan los logros obtenidos por una creciente clase media (tarea, por cierto, nada fácil).

Pero, por otro lado, urge fomentar la subsidiariedad, que no es otra cosa que la vitalidad de la sociedad civil para hacerse responsable de sus necesidades y objetivos. En el caso del Sename, esto implica fomentar la participación de las diversas asociaciones que acompañan a los niños y jóvenes, en vez de mirar con desconfianza las iniciativas privadas que buscan participar en la mejora de las condiciones de vida de los más desposeídos. Más que la sola burocracia estatal, son estas ONGs y fundaciones las que lograrán entregar soluciones personales y cercanas a vidas que requieren una comunidad de pertenencia. Es decir, más que la brocha gorda del Estado, necesitamos que todo el tejido social, con su vitalidad y su complejidad, se haga cargo de los más vulnerables.

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