Columna publicada en La Tercera, 27.07.2016

La Concertación gobernó en nombre de las víctimas de la dictadura y de los más pobres. La impostergable e incuestionable necesidad de hacerle justicia a esas personas les entregó impulso, propósito, dirección y legitimidad a lo largo de todos sus gobiernos. Cuando las cosas salían mal, siempre podían apelar a ellas, volver a sus fuentes de sentido y recuperar la perspectiva y las prioridades. Hasta que el mecanismo dejó de funcionar.

Apelar a la dictadura ya no legitima como en los 90. El Museo de la Memoria es, después de todo, un museo. Un lugar que muestra algo que pasó, que no es ya parte del presente. Y la persecución de militares “por haber estado en el lugar donde ocurrieron los hechos”, como en el caso de Cheyre, no tiene la épica ni el sentido de justicia que tuvo el lograr poner tras las rejas a personajes como Manuel Contreras. Se trata, más bien, de actos con cierto aroma de revancha mezquina de los que no emana ya legitimidad alguna.

Los pobres, por otro lado, han sido dejados de lado. El éxito del combate contra la pobreza mediante políticas de protección social focalizada y crecimiento económico terminó por generar una clase media frágil, pero exigente, que repleta las calles demandando más seguridades y mejor acceso al bien más preciado y fetichizado por ese sector social: la educación. Especialmente la educación universitaria. Y es sobre ese movimiento, sobre esas demandas, que se construyó la Nueva Mayoría: el primer gobierno de izquierda desde el retorno a la democracia que, tal como el caso de Zapatero en España, carece de una víctima en nombre de la cual gobernar.

El resultado, como vemos, no es auspicioso. Y es que gobernar es, antes que todo, priorizar. Es fijar recursos y atención política en ciertos temas, y no en otros. Y es convencer de que eso debe ser así porque es lo más justo, porque no hay nadie que necesite más esos recursos y esa atención. Exactamente en eso este gobierno, así como el de Piñera, han fallado lastimosamente.

Los niños muertos del Sename, y los que siguen con vida en condiciones miserables, acechan nuestra conciencia. Los pobres que comercian en la calle y son perseguidos por la policía, como la abuela de Arica que se hizo tristemente famosa cuando fue apresada por vender lechugas sin permiso, acechan nuestra conciencia. Los presos tratados como animales que el exministro Bulnes alguna vez visibilizó, acechan nuestra conciencia. Los viejos que mendigan para poder comer porque ni su pensión ni su familia pueden sostenerlos, acechan nuestra conciencia. Y es que los pobres siguen ahí, aunque ya no queramos verlos.

Nuestra nueva y ciudadana democracia tiene víctimas. Víctimas que deberían ser nuestra prioridad. Víctimas a las cuales se les debería destinar la mayor atención política y económica. Víctimas detrás de las cuales otras demandas -de gremios empresariales, de estudiantes o de otros grupos de presión- tendrían que aprender a esperar su momento. Sólo falta, entonces, un gobierno dispuesto a gobernar en su nombre.

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