Columna publicada en El Líbero, 21.06.2015

Las primarias celebradas el pasado domingo en 93 comunas lograron su objetivo de no pasar desapercibidas. Pero, al parecer, por las razones equivocadas: los ojos estaban puestos en el día del padre, y en el histórico triunfo de La Roja el día anterior. Además, a muchos se les aguó la fiesta con la noticia del cierre de malls, y la —insólitamente aún vigente— ley seca. Fatídico escenario para una institución que, aunque perfectible, puede ayudar decisivamente a mejorar la calidad de nuestra política.

Más aún, la baja participación ciudadana del proceso fue la gota que rebalsó el vaso: en las primarias votó un 5,5% del padrón electoral, dato que inundó las redes sociales desde el mismo domingo, y marcó parte de la pauta noticiosa del día lunes. Suena preocupante, pero no lo es tanto: estamos muy lejos de tener un sistema en crisis, y de hecho, sería realmente lamentable que se pusiera en jaque el futuro de las elecciones primarias, o aún de su carácter voluntario, por este nivel de participación. Vale la pena gastar un par de líneas explicando por qué.

Las elecciones primarias no son otra cosa que consultas que realizan los partidos para elegir a sus candidatos para las elecciones definitivas. No son ni más ni menos que eso. Tanto es así, que en muchas partes del mundo las primarias son “cerradas” (es decir, sólo participan los militantes) y nadie acusa al procedimiento de caudillista. Los partidos tienen el derecho de elegir sus representantes para futuras elecciones por diversos sistemas, y la consulta a ciudadanos independientes es probablemente uno de los mejores (abre la política a la sociedad civil, permite conseguir mayores apoyos y evitar las decisiones entre cuatro paredes, entre otros efectos positivos), pero no es en ningún caso el único sistema; y no puede transformarse en un dogma.

Luego, es absurdo que la población termine siendo obligada a participar de un proceso exploratorio. No es razonable que quienes no comparten los principios o propuestas de los partidos o candidatos en competencia (en especial, en los territorios donde hay primarias de un solo pacto) sean compelidos por la autoridad para opinar. A fin de cuentas, lejos de legitimar el sistema, una medida así podría terminar por enturbiar el resultado, por cuanto una buena parte de los votos obedecería al cumplimiento de un mandato legal, y no al propósito de ayudar a un conglomerado a elegir a sus mejores representantes para una elección futura.

No se trata, en todo caso, de decir que debamos quedarnos de brazos cruzados. Al contrario, las autoridades tienen el deber de promover y agregar valor a las elecciones primarias. Pero volver a instalar el tema de la obligatoriedad del voto aludiendo a la baja participación el pasado domingo 19 de junio, es injusto, extemporáneo, e incluso podría ser calificado de populista.

El debate de la voluntariedad y obligatoriedad del voto da para largo, y no es éste el momento para ensayarlo. Sin embargo, como cuestión previa a resolver, debemos tener en claro que la legitimidad de cualquiera de los dos sistemas no puede estar dada por el nivel de participación efectiva, sino por el nivel de acceso. Las democracias más estables y consolidadas del mundo cuentan con voto voluntario, y en ninguna de ellas el porcentaje de participación es abrumador: los sistemas voluntarios consideran la libertad de las personas para decidir si votar o no, y los que no acuden están, de todas formas, legitimando el proceso. Lo importante, eso sí, es que todos los ciudadanos puedan participar de forma libre, transparente, y en igualdad de condiciones.

Hace un par de años se estrenó la película “Selma”. En esta obra se explica muy bien la estrategia utilizada por la comunidad afroamericana en Alabama, Estados Unidos, para conseguir el ansiado derecho a voto. Lejos de luchar por generar una obligación legal, lo que este movimiento buscó fue el establecimiento de un derecho, y con ello la legitimación del proceso electoral, tal como sucedió en Chile cuando la mujer logró acceder el derecho al voto de forma definitiva, en 1949. La legitimidad de los procesos eleccionarios se juega en esta cancha, aun cuando nos molesten cifras bajas de participación, como en las primarias del pasado domingo 19 de junio. Cambiar reglas del juego, y hacer obligatorio un proceso que es principalmente político-partidista, equivaldría a responder una pregunta, pero la pregunta equivocada.

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