Columna publicada en El Líbero, 07.06.2016

Comprender. Eso busca hacer Daniel Mansuy en su libro Nos fuimos quedando en silencio, recientemente publicado por el IES. En efecto, es difícil entender algunas de las paradojas en las que se encuentra inmerso Chile en estos momentos. Por un lado, es innegable el notable desarrollo material del país en las últimas décadas, convirtiéndolo en un referente a nivel continental: el enorme crecimiento económico; la disminución de la pobreza y de los problemas asociados a ella como el analfabetismo, la desnutrición, la indigencia; el aumento de bienestar material, son indesmentibles. Y sin embargo, por otro lado, también lo es el malestar y descontento más o menos generalizado de nuestra sociedad actual, que nos permite hablar de una situación de crisis.

Comprender cómo llegamos a esta situación, cuáles son las causas que explican nuestra crisis actual y orientarnos a través de un escenario de desconcierto, es el objetivo de este libro. El diagnóstico es sumamente complejo, con múltiples aristas. Aun así, Mansuy apunta directamente a la primacía que ha tenido la dimensión económica en el tratamiento de todos los asuntos que hoy nos tienen en esta paradoja. Si utilizamos la lógica mercantil para intentar explicar la totalidad de los fenómenos sociales, no es extraño que la crisis en que estamos inmersos parezca de sumo irracional. En efecto, tendemos a medir el progreso a través de cifras y variables económicas, olvidando cualquier otra dimensión de nuestro desarrollo.

El libro pone en cuestión este concepto de progreso. No se trata de desmerecer el desarrollo material, que sin duda es base fundamental para un potencial desarrollo en otros ámbitos. Pero sí mostrar como en otros planos, tan o más importantes, nos encontramos absolutamente en deuda. Basta con mirar nuestra situación política: la crisis de legitimidad de nuestros gobernantes y partidos, la escasa participación política de los ciudadanos, la pérdida de confianza como elemento esencial para el buen funcionamiento social, el retiro de las élites de la vida pública, la desvinculación de la autoridad política con la ciudadanía, son algunos de los síntomas más visibles. Otro tanto puede decirse en el plano normativo: la falta de probidad pública cuyos casos más emblemáticos son sólo la punta del iceberg de un problema que afecta transversalmente a nuestra sociedad, los crecientes índices de delincuencia, la pérdida de la amistad cívica y la progresiva polarización del país, la falta de sentido de comunidad.

La reducción de la realidad a algunos datos duros nos ha impedido ver las tensiones y desgarros que el progreso material trae, si éste no va aparejado de un progreso moral que le otorgue legitimidad. Para empezar, exige que el crecimiento sea percibido por todos. Sin embargo, Chile presenta enormes índices de desigualdad que han provocado grados de segmentación y desintegración social. Al otro lado de la moneda nos encontramos con que, en el mejor de los casos, un 14,4% de la población continúa en la pobreza y un 4,5% en la indigencia (CASEN 2013). Que 4 de cada 10 familias se encuentran en situación de vulnerabilidad. Y que quienes más se ven afectados son las mujeres, los niños, aquellos que pertenecen a algún pueblo originario y quienes viven en zonas rurales: ese es el rostro de los excluidos en el Chile de hoy. Asimismo, el país encabeza la lista de los índices de desigualdad de miembros de la OCDE, con un coeficiente de Gini del 0,56; brechas salariales de 29 veces entre el primer y el último decil en un país como el nuestro; y donde, la participación del 1% más rico del país es de 30,5% del ingreso total. El 0,1% se lleva el 17,6%, y el 0,01% acapara el 10,1% del total, según un estudio realizado por académicos de la Universidad de Chile.

Finalmente, lo que se trata es de comprender que el fin de la polis no es la eficiencia —la lógica de la modernización—, sino fundamentalmente la justicia.

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