Columna publicada en La Tercera, 15.06.2016

Hicimos nuestro encuentro local siguiendo las instrucciones del gobierno. Todos en el instituto de investigación donde trabajo estábamos motivados con la idea. Invitamos, de hecho, a nuestros amigos mejor preparados para los temas que pensamos que se tratarían.Todos imaginamos diálogos tipo “Padres Fundadores” gringos o de la Convención Nacional francesa: interesantes discusiones sobre los fundamentos mismos de nuestro orden institucional.Pero una vez que estuvo todo listo, una vez que comenzamos a ejecutar el instructivo orientado a cuantificar preferencias y no a recoger argumentos, la cosa empezó a degenerar desde un nivel de debate aceptable a una especie de focus group, hasta tocar las profundidades de un bingo. Nuestro coordinador terminó anotando rayas en un pizarrón para ver qué principio constitucional o institución quedaba dentro o fuera, y luego de algunas horas,  agradecimos que el asunto terminara.

¿Cómo pasó esto? ¿Hicimos mal el ejercicio? Yo veía fotos de mis amigos en Facebook orgullosos de sus encuentros locales. Pero luego comencé a notar que todas esas fotos, todos esos mensajes eran anteriores al desarrollo del encuentro mismo. No había fotos ni comentarios ex-post. Y cuando les pregunté cómo había sido la experiencia, las repuestas variaron entre “igual bueno… al principio algo se discutió, aunque después terminamos votando rápido pa alcanzar” y “una pérdida de tiempo”. Es decir, algo más o menos parecido a lo nuestro.  

Mirando en perspectiva, este resultado era esperable: es imposible tomarse realmente en serio la discusión constitucional sin que el ejercicio dure no horas, sino días, semanas y meses. Definir y articular principios y derechos fundamentales no es un juego. Lo mismo pasa con la forma del Estado o las instituciones que se pretende que regule la Constitución. En cambio, el tiempo estimado por encuentro que propone el instructivo está calculado para que éstos sean no mucho más que una encuesta en vivo.

Si a ello sumamos la arbitrariedad de las opciones presentadas en cada uno de los apartados dirigidos a ordenar la discusión, y lo complejos que muchos de esos conceptos resultan para alguien sin la preparación adecuada, el resultado se vuelve más que decepcionante. En suma, es un debate del que pocos ciudadanos podrían participar seriamente, por mucho cómic con animales que haga el gobierno, llevado adelante mediante un formato que lo vuelve una mera sumatoria de preferencias.

Esto podría haber sido diferente, incluso considerando las limitaciones de cualquier proceso de consulta directa, si el gobierno hubiera sincerado desde un principio exactamente qué de la Constitución pretende modificar. Habríamos podido discutir sobre ese asunto en profundidad y tratar de impulsar un debate público accesible y argumentado, con posiciones claras. Pero en vez de eso, los ciudadanos fuimos convocados a legitimar el proceso constituyente mediante un simulacro de participación cuyo origen no sabemos si se encuentra principalmente en la torpeza, en la mediocridad o, derechamente, en la mala fe.

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