Columna publicada en El Líbero, 14.06.2016

No cabe duda que la reciente publicación del libro Subsidiariedad en Chile. Justicia y libertad (Instituto Res Publica y Fundación Jaime Guzmán, 2016) es una buena noticia para las distintas tradiciones intelectuales que componen nuestro debate público. Fruto de un trabajo de reflexión colectiva, el libro, editado por Claudio Arqueros y Álvaro Iriarte, puede situarse dentro de la corriente de revisión de este principio, donde también se encuentra el libro publicado hace algo más de un año por el IES, Subsidiariedad. Más allá del Estado y del mercado (editado por Pablo Ortúzar) o el volumen Global Perspectives on Subsidiarity, de Evans y Zimmermann (eds.). Dicha abundancia responde a una situación particular: la subsidiariedad está siendo cuestionada, lo que obliga a definir qué entendemos por ella y por qué, de acuerdo con la tradición central de la ética, es un principio fundamental para el bien común. Por eso, lo primero que cabe celebrar aquí es el aporte de FJG e IRP, que otorgan vitalidad a un debate ineludible para nuestra actual encrucijada.

El reciente volumen analiza, desde diversas disciplinas, el modo en que la subsidiariedad ha sido entendida en Chile, tanto en un plano teórico-político —especialmente desde la aparición del gremialismo en la Universidad Católica a fines de los ‘60— como también su aplicación práctica. La primera dimensión, aquella que observa sus alcances intelectuales, es especialmente relevante en nuestro escenario. Debido a la urgencia con que el debate político busca cambiar nuestros actuales paradigmas (qué mejor muestra que nuestras discusiones constitucionales), la presente publicación no será sino un nuevo aliciente para definir con mayor precisión y profundidad lo que se comprende por subsidiariedad.

Ya que la discusión de los últimos años ha sido abundante, no quiero detenerme en los orígenes del concepto en la Doctrina Social de la Iglesia o en el modo en que ciertas tradiciones federalistas o liberales se hacen cargo de la subsidiariedad (para eso están los libros mencionados). Por el contrario, me parece interesante resaltar un aspecto mencionado por varios autores de Subsidiariedad en Chile, especialmente por Carlos Frontaura y José Manuel Castro en sus respectivos capítulos: la preeminencia de Jaime Guzmán como articulador político, en Chile, de dicho principio. Fue Guzmán, como el asesor civil más importante de Pinochet, quien logró plasmar en la Constitución de 1980 una conjunción particular del orden social, donde trenzaba ideas católicas con instituciones liberales en una síntesis que cuidaba a la democracia de las amenazas totalitarias. En ese contexto, la subsidiariedad jugó un rol fundamental, pues siendo un concepto cuyo desarrollo más próximo había sido resaltado por los pontífices romanos, permitió el desarrollo de las instituciones de libre mercado en la fórmula de los Chicago Boys.

Este libro, a diferencia de cierto consenso que parece haber entre los autores del volumen editado por Pablo Ortúzar el 2015, plantea una tesis que ameritará futuras discusiones: la aplicación de la subsidiariedad en Chile no sería fruto de una comprensión sesgada que solo promovería la abstención del Estado, sino que habría logrado su difícil equilibrio suscitando también la actividad de los privados. De ahí su capacidad para vitalizar el tejido social al otorgar preponderancia a la iniciativa individual y a las sociedades intermedias. Aunque el corazón del principio es, en esencia, el mismo —un orden de prelación entre los distintos organismos que componen una comunidad, donde las sociedades mayores no deben absorber las tareas o responsabilidades de las sociedades menores—, la reciente publicación defiende que su aplicación en Chile ha comprendido correctamente el principio. Según Frontaura, la participación de Jaime Guzmán en la Comisión Ortúzar, profusamente citada en su artículo, daría cuenta de una visión más compleja que aquella que han construido sus detractores (aunque no toma en cuenta que Guzmán apuntaba a que el Estado debía aspirar a no tener ninguna escuela). Y para Castro, habría una incomprensión —desde Mario Góngora hasta Pablo Ortúzar, pasando por los intelectuales de Flacso como Norbert Lechner o Manuel Antonio Garretón o intelectuales contemporáneos como Daniel Mansuy o Hugo Herrera— en quienes critican la concepción esencialmente privada de la subsidiariedad en Guzmán, al tiempo que ignora el desarrollo posterior que tuvieron sus políticas post 1973. Esta incomprensión, que otros han atribuido a la falta de comprensión lectora, obviaría que fue la fuerza que despliega la subsidiariedad lo que ha permitido el mayor avance económico de la historia republicana de nuestro país.

Sea cual sea el énfasis, el presente libro será un insumo importante para una discusión candente dentro de ciertos grupos académicos y políticos. Asimismo, la figura de Jaime Guzmán seguirá siendo uno de los centros neurálgicos de dicho debate, lo que podría incentivar, de una buena vez, a la edición íntegra de la obra del asesinado senador. Lo que está claro es que la derecha goza de una especial efervescencia ideológica, lo que obligará a un debate más amplio en torno a los principios que motivan su actuar y que podría traer, en un futuro, buenos insumos de cara a su futuro político.

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