Columna publicada en El Mostrador, 16.06.2016

La publicación del libro Subsidiariedad: más allá del Estado y del mercado, por parte del Instituto de Estudios de la Sociedad, el cual tuve el honor de editar, ha tenido una serie de consecuencias interesantes, que reafirman su intención de abrir una discusión, en vez de pretender cerrarla, tal como afirmé en la introducción.

Entre ellas se encuentra una serie de artículos y entrevistas en la prensa nacional, pero también actividades académicas, como el seminario realizado hace casi un año en el Centro de Estudios Públicos, donde participaron Daniel Mansuy, Sylvia Eyzaguirre, Daniel Brieba y Harald Beyer, además de las reseñas del libro de Jorge Fábrega, aparecida en la revista Estudios Públicos, y de Mauricio Landra, aparecida en el Journal of Markets and Morality.

Otra consecuencia del libro fue un seminario organizado por la Fundación Jaime Guzmán y el Instituto Res Pública en mayo del año pasado, al cual tuve el agrado de asistir, cuyo objetivo era principalmente defender la idea de que la lectura del principio realizada por Jaime Guzmán era la mejor lectura posible de él, negando que hubiera optado por inclinarlo hacia su faz negativa para hacerlo coincidir con el liberalismo económico a lo Chicago.

A ello se dirigieron las ilustradas exposiciones de José Castro y de Carlos Frontaura. También expuso Rolf Lüders, quien afirmó que el orden económico impulsado por el régimen militar estaba fundado en conceptos neoclásicos y de economía social de mercado, y no en el principio de subsidiariedad, pero que creía que finalmente resultaban coincidentes (y por eso Guzmán había terminado apoyando el nuevo orden económico).

Por último, Francisco Rosende, también economista de Chicago, hizo una apasionada defensa de la subsidiariedad entendida como una exigencia de que “las políticas públicas se hagan cargo de aquellos problemas que los privados, actuando descentralizadamente, mediante los mecanismos de mercado, no pueden resolver”.

A más de un año de ese seminario, realizado en el memorial de Jaime Guzmán, apareció el libro Subsidiariedad en Chile: Justicia y libertad, editado por Claudio Arqueros (FJG) y Álvaro Iriarte (IRP), que incluye las exposiciones de dicha actividad, además de nuevos artículos que giran más o menos sobre los mismos asuntos.

El lanzamiento del libro, al que nuevamente tuve el agrado de asistir y que nuevamente fue realizado en el memorial de Jaime Guzmán, tuvo como presentadores a José Miguel Insulza, quien terminó por señalar que consideraba que la derecha usaba el principio de subsidiariedad para defender a las empresas, pero no a otras organizaciones civiles, como los sindicatos– y a Sebastián Piñera, quien destacó su compromiso con la sociedad civil y alabó la visión de la Gran Sociedad llevada adelante por David Cameron (a partir del trabajo intelectual de Jesse Norman), a pesar de que el libro presentado prácticamente no se refiere a esas elaboraciones.

El libro, al igual que el seminario que le da origen, resulta un aporte variopinto y algo confuso a la discusión. De hecho, se encuentra atravesado por tres tensiones teóricas y una carencia.

La primera tensión, que se puede identificar entre los representantes de los institutos que editan el libro, tiene que ver con su disposición hacia la modernidad. En la demarcación teórica que hace el editor Claudio Arqueros se aprecia una definición de subsidiariedad extremadamente apegada a la tradición católica, pero que no da cuenta de las elaboraciones sobre el principio dentro de esa misma confesión realizadas desde el Concilio Vaticano II. El editor, de hecho, se centra, para definir el estado actual del principio, especialmente en la encíclica Rerum Novarum (de 1891).

Además, toda la elaboración protestante de la noción, que se inicia con Althusius, pero que deriva en modernas elaboraciones federalistas y autonomistas, es apenas considerada. Y ni hablar de bibliografía actual sobre la noción. Así, todos los aportes católicos postconciliares, la mayor parte de los aportes de los pensadores protestantes y las elaboraciones seculares del principio, resultan extrañamente excluidas, lo que tiñe de un aire tradicionalista católico el artículo del editor del libro, el cual solo es moderado por el texto de Julio Isamit, que logra incorporar elementos de Juan XXIII, Juan Pablo II y Benedicto XVI, además de autores como John Finnis y Robert George, actualizando el debate dentro del horizonte católico, pero sin referencia a otras tradiciones.

La carencia identificada, como puede verse, es que al momento de discutir el principio de subsidiariedad, los artículos del libro remiten casi exclusivamente a las elaboraciones católicas de este, dejando fuera muchas otras tradiciones que habrían resultado muy enriquecedoras.

La segunda tensión, la más fuerte, se produce entre los artículos del libro que defienden que la realización práctica del principio de subsidiariedad es el liberalismo económico, y quienes parecen defender una concepción más integral del principio, alegando que Jaime Guzmán no habría suscrito esa primera tesis.

El lado más documentado y mejor logrado de esa tensión lo tienen los exégetas de Guzmán. El libro contiene una serie de artículos dedicados a una especie de “acto de desagravio” respecto a la figura del fundador del gremialismo, destacando entre ellos los de Carlos Frontaura y José Castro, donde plantean que Guzmán habría tenido una comprensión católica integral de la subsidiariedad, y no una inclinada hacia su faz negativa, debido a un intento de armonización con el liberalismo económico.

Esta tesis resulta muy bien documentada en ambos textos a partir de fragmentos de escritos de Guzmán de diversas épocas y de su participación en la comisión que da origen a la Constitución de 1980. Ambos artículos están construidos, principalmente, contra las tesis de Hugo Herrera y Renato Cristi sobre el pensamiento del fundador del gremialismo.

En suma, los autores hacen un excelente trabajo demostrando que Guzmán conocía, comprendía y adhería a la visión integral de la formulación católica del principio de subsidiariedad. Sin embargo, la pregunta que no se hacen es cómo se articula esta comprensión integral de la subsidiariedad con el proyecto político (e intelectual) de Guzmán. Y esta pregunta es ineludible desde que, en buena medida, ese proyecto consiste en la implantación del liberalismo económico en Chile, que necesariamente carga la comprensión de la subsidiariedad hacia su negatividad, mediante la elaboración de una convergencia entre el tomismo católico y la economía neoclásica de Chicago, inspirada por autores como Michael Novak.

Los autores, frente a esa pregunta, podrían alegar que no se trató más que de una alianza táctica en el contexto de la Guerra Fría, dado que Guzmán no veía posible en ese momento, tal como aclara Frontaura, una “tercera vía” entre capitalismo y comunismo. Pero si solo se trató de una alianza táctica, ¿sería razonable seguir defendiéndola hoy como si fuera una doctrina inamovible?

Es decir, asumiendo que Guzmán, en el fondo, consideraba la subsidiariedad de manera integral, ¿qué consecuencias tendría ello al momento de evaluar lo que resulta central y lo que resulta coyuntural dentro de su obra política? ¿Y cómo se comprendería la situación actual de Chile y la de la UDI desde ese punto de vista?

De hecho, la tesis de Herrera sobre Guzmán, aunque carente de la fundamentación histórica de Frontaura y Castro, terminaría flotando igual en ese caso, solo que con la aclaración de que el “verdadero” Guzmán estaría, en realidad, de acuerdo con él.

La otra opción que le quedaría a los autores sería afirmar que, en realidad, Guzmán consideraba que la traducción práctica más correcta de la subsidiariedad integral era el liberalismo económico, pero en ese caso resultaría algo absurdo afirmar, al mismo tiempo, que la lectura del principio no lo inclina hacia su faz negativa. Esta opción nuevamente le daría la razón a Herrera.

Así, asumir la primera de estas tesis volvería a los seguidores actuales de Guzmán críticos del liberalismo económico chileno (alineándolos con los incipientes movimientos socialcristianos en ciernes) y, asumir la segunda, en cambio, los expondría a tener que admitir que la concepción práctica de Guzmán de la subsidiariedad sería liberal, por lo que efectivamente se inclinaría hacia su faz negativa.

Una tercera opción, por supuesto, sería negar que el ordenamiento institucional chileno se encuentre influenciado principalmente por el liberalismo económico, por lo que la visión guzmaniana habría, en realidad, triunfado sobre él. Esta tesis sería la puerta de escape al problema, pero también parece la más difícil de defender. En todo caso, Frontaura y Castro no se deciden por ninguna de ellas.

Los que sí toman postura en esa discusión son una serie de otros autores que defienden la convergencia más o menos plena entre el concepto católico de subsidiariedad y el liberalismo económico. Entre ellos llaman la atención, por su radicalidad, los textos de Francisco Rosende y el de Gabriel Zanotti y Jorge Jaraquemada. Rolf Lüders, en un texto muy lúcido, defiende en cambio la idea de que las reformas económicas aplicadas en Chile no estarían inspiradas en la subsidiariedad, sino en la economía neoclásica de Chicago, pero que él también considera que ambas visiones serían, en la práctica, convergentes.

Todos ellos, por supuesto, plantean una visión de la subsidiariedad entendida principalmente desde su faz negativa, como la intervención mínima del Estado para la resolución de problemas que el mercado no puede resolver.

El artículo de Jorge Barrera y Guillermo Ramírez, en tanto, resulta interesante por su tesis: los gobiernos de la Concertación habrían estado inspirados también en la idea de subsidiariedad del Estado. Lo que no queda muy claro es si con eso se refieren a una continuidad de la política económica liberal o bien si aplauden las políticas sociales implementadas por el bloque, que fueron enormemente resistidas, paradójicamente, por la derecha que ambos autores representan.

La tercera tensión tiene que ver, finalmente, con la posibilidad de distinguir entre “sociedad civil” y “mercado” como ámbitos autónomos, regidos por lógicas diferenciadas. Se ve, en muchos artículos, cierto interés por utilizar el concepto de sociedad civil, pero también una resistencia a separarla del ámbito del mercado y la empresa. Así, se genera una ambigüedad en la cual ideas como “ámbito privado” o “los particulares” vienen a fundir conceptos que parecen distinguibles entre sí, pero cuya distinción resulta particularmente incómoda para el liberalismo económico, que opera con mayor facilidad a partir de la distinción pura entre Estado y mercado. Esta tensión es clara en los artículos de Julio Isamit y Alejandro San Francisco, y en menor medida en el de Thomas Leisewitz y Rodrigo Castro.

En suma, el libro va articulando una serie de contradicciones y paradojas internas que reafirman la idea de que la discusión sobre el significado actual del principio de subsidiariedad resulta un asunto urgente, más allá de si uno piensa que Jaime Guzmán tuvo una comprensión integral o no de su versión católica. Queda claro que no está muy claro, a estas alturas, en qué se distingue en la práctica la visión subsidiaria del orden social de la mera doctrina del liberalismo económico. Y esto oscurece tanto los puntos de divergencia como de convergencia entre ambas visiones, además de paralizar la defensa del principio justamente cuando se encuentra bajo ataque, sin mencionar las dificultades que produce al momento de tratar de comprender y defender lo público como algo distinto a lo estatal.

La pregunta por la organización del Estado, que es la que subyace a la pretensión de modificar la Constitución impulsada por la Nueva Mayoría, exige una respuesta más elaborada, la que solo podrá emerger de ir aclarando contradicciones, desarrollando paradojas y enriqueciendo la perspectiva, abriéndose a otras lecturas, tradiciones y elaboraciones.

Y es que da la impresión de que las crisis sociales producidas por aumentos de complejidad sistémicos no pueden ser solucionadas mediante propuestas elaboradas desde puntos de vista menos sofisticados que la propia complejidad que pretenden abordar.

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