Columna publicada en Pulso, 06.05.2016

El libro Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos, de Rodrigo Fluxá, generó, en su minuto, una enorme polémica. La tesis del periodista era provocativa: Daniel Zamudio no habría sido víctima de un crimen de odio, sino que su asesinato habría respondido más a un contexto de marginalidad, drogadicción y violencia inherentes a la exclusión social.

Luego de su publicación, el libro fue vapuleado por muchos, y se le acusó desde falta de profesionalismo hasta que justificaba a los asesinos. Sin embargo, lo que Fluxá quiso hacer fue, simplemente, mostrar una realidad compleja e ingrata, y de la que muchas veces desviamos la mirada.

El Chile actual parece haber olvidado esa marginalidad más dura y cruel. Son más importantes las demandas de moda o con mayores posibilidades de presión. En vez de priorizar una mejoría de las míseras condiciones en las que vive parte importante de nuestro país, preferimos discutir acerca de la universidad gratuita, una nueva Constitución con derechos sociales universalmente garantizados o sobre las cuotas de género en las primarias municipales. El mundo necesita de postales dignas de Instagram, y por eso se prefiere cambiar la difícil realidad de Daniel Zamudio -con sus zonas grises de abandono familiar, sinsentido, falta de redes en todos los niveles- por un mártir de la homofobia chilena. En esa línea, denunciar una realidad menos glamorosa necesita de una fuerza capaz de derribar las opiniones dominantes de quienes están, sencillamente, en otra frecuencia.

Esa misma historia de Zamudio sirvió como puntapié inicial para el libro Los invisibles. Por qué la marginalidad y la exclusión social dejaron de ser prioridad, recientemente publicado por el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES). Editado por Catalina Siles, el volumen reúne diez ensayos que abordan distintas claves del problema: tanto desde orientaciones filosóficas como análisis concretos; desde la realidad de los inmigrantes hasta la situación de las cárceles, “Los invisibles…” pone sobre la mesa múltiples aristas que no están presentes en el debate político. No aborda la pobreza desde su pura condición material, sino que también explora su dimensión más profunda: la necesidad de ser parte de una red de sentido -de una comunidad, a fin de cuentas-, que se ve seriamente limitada en Chile. La delincuencia, la ausencia de previsión o salud, la falta de empleo o de bienes básicos de calidad son elementos que generan una sociedad con enormes bolsones de exclusión.

En esta discusión hay dos tesis que parece interesante destacar. La primera tiene relación con las demandas de nuestra sociedad: cuando la pobreza deja de ser un problema tan masivo como lo era a principios de los noventa, y cuando, ciertamente, la realidad material de los más pobres parece ser mejor que en aquellos años, van surgiendo nuevas demandas que protagonizan nuestra vida pública.

En Chile, la batuta la ha llevado una clase media que exige mayores seguridades para que los avances logrados no se pierdan en el camino. De allí que, por ejemplo, demandas como la educación universitaria gratuita sean tan relevantes desde hace un par de años, a pesar de que en Chile muchos niños salen de la educación básica sin saber siquiera leer. La situación no se explica sino por la incapacidad que tienen estos últimos para presionar por sus legítimas demandas. Dichas clases medias -bastante heterogéneas, por lo demás- logran visibilizar mejor sus intereses que los menos favorecidos.

La segunda tesis tiene que ver con la complejidad de nuestra sociedad. En una comunidad pequeña o primitiva todos los individuos tienen una participación específica y sencilla que les permite sentirse parte del todo; sin embargo, eso se vuelve más difícil en una más avanzada. Como ha dicho Luhmann, una sociedad que alcanza mayor desarrollo va diferenciando funcionalmente sus procesos. De ese modo, al igual que una industria más compleja posee etapas cada vez más diferenciadas, una sociedad diversa va generando sistemas y lenguajes que dificultan la visión global o de conjunto (por eso, dicho sea de paso, urge recuperar una perspectiva política para abordar nuestros desafíos). Las ventajas propias de aquella diferenciación funcional -desarrollo tecnológico y económico, soluciones más acabadas a problemas difíciles, etcétera- nos obligan a estar atentos a sus dificultades, una de las cuales es la exclusión de aquellos que no logran integrarse en alguno de los sistemas que conforman la sociedad. Así, quienes no participan del plano político, cultural o económico, tenderán a no encontrar un sentido de pertenencia y, por tanto, se sentirán menos responsables del devenir de las comunidades mayores.

Al igual que la polémica generada por el libro de Fluxá sobre el caso Zamudio, tenemos dos posibilidades para leer los problemas de los excluidos de nuestra sociedad. Una alternativa es intentar comprender de acuerdo con los paradigmas de siempre, lo que nos dejará más tranquilos de que vamos por el camino correcto. Pero otro camino es dejarnos interpelar por una realidad mucho más cruda que la que estamos dispuestos a aceptar: de ese modo, la violencia y la miseria que siguen existiendo quizá nos obliguen a pensar soluciones dignas a situaciones urgentes. Si la historia de Zamudio nos remece -o, más recientemente, la tragedia de Lissette en un hogar del Sename-, tal vez podremos dar oportunidades y soluciones a aquellas vidas que, hoy en día, parecieran no tener sentido.

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