Columna publicada en El Líbero, 31.05.2016

En su crítica al libro Nos fuimos quedando en silencio, de Daniel Mansuy (IES, 2016), el profesor Gonzalo Rojas denuncia un “problema de fuentes” al examinar la acción política de Jaime Guzmán. Esta denuncia, empero, no deja de sorprender: Mansuy se remite expresamente (entre otros) a varios pasajes de las actas de la “Comisión de Estudios para la Nueva Constitución”, y a partir de ellos elabora su análisis. Sin duda, éste es susceptible de ser discutido, pero en ningún caso parece gratuito o infundado. Puede decirse que, así como los seguidores de Guzmán, el libro de Mansuy busca tomarse en serio la figura y el pensamiento del fundador de la UDI.

Tal vez la crítica se debe a que el libro se centra en la actuación de Guzmán posterior al golpe de Estado, en desmedro de “los documentos originales del gremialismo”. Pero si cabe considerar al asesinado senador el dirigente más importante de la derecha del siglo XX ―tal como afirma Mansuy―, no es por lo ocurrido durante su vida universitaria. Por supuesto, las cosas están vinculadas, pero al revisar el legado político e institucional de Guzmán, lo más relevante es atender al período en que ejerció mayor influencia. A fin de cuentas, él fue el autor intelectual del esquema de liberalismo económico y democracia protegida y éste, a su vez, marcó a fuego nuestra transición. En ese sentido, no parece posible comprender las luces y sombras del Chile actual sin detenernos en lo que bien podríamos llamar el “régimen guzmaniano”.

Todo esto conecta con otra dificultad, que dice relación con las tensiones inherentes a dicho régimen (por de pronto, ¿por qué tanta libertad al consumir y emprender, y tan poca a la hora de la deliberación pública y ciudadana?). Digámoslo así: si el anhelo inicial de Guzmán era fomentar la virtud y la vitalidad de la sociedad civil ―más allá del mercado―, no es seguro que su diseño institucional haya sido muy funcional a esos propósitos. Desde luego, esto en ningún caso es responsabilidad exclusiva de Guzmán (se trata de problemas que afectan a la generalidad del mundo occidental); pero nuestra modernización capitalista indudablemente ha tenido sus particularidades, y muchas de ellas no han sido inocuas. En rigor, quienes aprecian al Guzmán de “los documentos originales del gremialismo” debieran ser los primeros interesados en reflexionar al respecto, y eso exige interrogar la articulación y el esquema que el líder gremialista promovió.

Como fuere, también puede pensarse que aquí subyace algo más profundo: la falta de apertura suficiente a la crítica política, distinta de la personal, que a ratos caracteriza a los herederos de Jaime Guzmán. Muchos de ellos conocieron personalmente al asesinado senador y, en consecuencia, suelen admirarlo y dar fe de una serie de virtudes suyas (cuestión que a veces alcanza a todo el espectro: basta recordar el testimonio de Osvaldo Andrade). Sin embargo, esa realidad no resulta demasiado relevante al estudiar el diseño y los efectos de la articulación institucional impulsada por el fundador de la UDI. Y dado que en este plano, en cambio, se sitúa el análisis del libro de Mansuy, quizás ahí debieran apuntar las legítimas críticas que surjan en su contra.

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