Columna publicada en La Tercera, 25.05.2016

El sábado pasado, al bajar por los cerros hacia el plan de Valparaíso, mis hijos me preguntaron por qué una nube de humo cubría el centro de la ciudad. Me habían pedido que fuéramos a ver el desfile, y accedí, con la esperanza de que conocieran un poco mejor nuestra historia y los ritos de la República. Sin embargo, la columna de humo se veía amenazante. Al encender la radio, nos enteramos de los graves disturbios y del incendio en plena Avenida Pedro Montt. En lugar de celebrar la gesta de Prat, Valparaíso empezaba a vestirse de luto por la muerte de uno de sus habitantes.

Lamentablemente, el guión se viene repitiendo hace demasiados años. Cada 21 de mayo, en pocas horas y en pocas cuadras, las calles del puerto ofrecen un extraordinario condensado de nuestras patologías y del modo en que intentamos (sin éxito) resolverlas. Si el año pasado Rodrigo Avilés había sido gravemente herido por la represión policial, esta vez la ruleta giró en otro sentido: un funcionario municipal de 72 años murió producto del incendio. Según ha contado uno de sus hijos, a don Eduardo Lara le gustaba mantenerse activo y amaba su trabajo. Y efectivamente, mientras cumplía con su deber, un grupo de jóvenes, escondido bajo la cobardía de quien no se atreve a mostrar su rostro, se entretenía haciendo arder una ciudad maltrecha.

Los sucesos dejan al menos una lección clara: debemos ser inflexibles con el uso de las violencia en las manifestaciones. Si manifestarse es un derecho fundamental en toda democracia, hacerlo pacíficamente es una exigencia correlativa que tiene exactamente la misma importancia. En esto, no caben las dobles lecturas, aunque las señales no siempre contribuyen. De hecho, el año pasado, el gobierno en pleno se desplegó para acompañar a la familia de Rodrigo Avilés; pero esta vez ningún personero del Ejecutivo se acercó a la familia de la víctima. ¿Cómo dar cuenta de ese contraste? ¿Debemos concluir que, a ojos del gobierno, los manifestantes encarnan algo más elevado que un guardia que posee ética del trabajo? ¿Cómo esperar luego que todo esto no tenga consecuencias en todo orden, incluyendo cierta inhibición policial?

Poco más tarde, en el monumento a los héroes de Iquique, el homenaje a Prat se reducía a su mínima expresión. El acceso a la plaza Sotomayor estaba cerrado una cuadra a la redonda, y (para decepción de mis niños) del desfile apenas podía percibirse una rápida vuelta a la manzana. Hay poco tiempo, las autoridades están apuradas, y nadie quiere exponerse a un bochorno mayor. En el fondo, todos parecen esperar que la ceremonia y el día acaben lo antes posible. Al caer la tarde, mientras paseábamos por una ciudad desolada y entristecida, me preguntaba si no deberíamos poner más atención en el cuidado de nuestros símbolos y de sus momentos que, de algún modo, contribuyen a configurar aquello que llamamos Chile. Dicho de otro modo, el deber de memoria también corre para nuestros héroes, esos que han muerto cumpliendo su deber. Eso fue, al menos, lo que me enseñó mi abuelo, y quisiera que mis hijos también pudieran aprenderlo.

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