Columna de Claudio Alvarado y Pablo Ortúzar, publicada en El Mostrador, 06.04.2016

Desde una perspectiva aristocrática y censitaria, como la que primó hasta entrado el siglo XX en muchos países, el representante debía ser un servidor público desinteresado e independiente. De esa forma se intentaba evitar los ánimos facciosos y las posibles capturas por parte de los intereses creados, primando ―supuestamente― la búsqueda del bien común.

El problema era, desde luego, que las personas económicamente independientes y con tiempo para dedicarse a los asuntos públicos pertenecían, casi sin ninguna excepción, a las clases acomodadas. Y esto generaba dos distorsiones relevantes: primero, que estaban bastante ajenos a la mayoría de los problemas que enfrentaban sus sociedades y, en segundo lugar, que tendían a identificar sus propios intereses con los del país. Es decir, con el “bien común”.

El producto de este esquema, entonces, eran representantes (bastante) ajenos a los problemas de sus representados, que legislaban priorizando asuntos centrales única o principalmente para ellos mismos, y respecto a los que decidían, muchas veces, confundiendo sus propios intereses con el interés público.

Para salir de ese esquema se crearon, entre otros mecanismos, los sueldos para los representantes.

La idea era asegurar a estos los recursos necesarios para dedicarse a sus labores, lo que permitía que ejercieran como legisladores personas que no contaban con la independencia económica antes exigida. Dichos sueldos, se pensó luego, debían ser lo suficientemente altos como para evitar que esos representantes fueran capturados fácilmente por los grupos de interés más pudientes. A su vez, se suponía que ello contribuiría a que personas de excelente nivel y preparación vieran como una alternativa razonable dedicarse a la política formal.

En suma, la idea era atraer a los mejores, cualquiera fuera su estatus social, para decidir ―con independencia de los grupos de interés― en aquellos asuntos públicos más relevantes.

El sistema de remuneraciones de nuestros diputados y senadores se basa en aquellas premisas. De hecho, exageradamente: nuestros representantes en el Congreso tienen sueldos muy por sobre el de los representantes de muchos países desarrollados. Sin embargo, todo indica que los objetivos buscados por este sistema no se han cumplido en forma satisfactoria.

Por un lado, parece haber una injerencia muy poderosa de los grupos de interés, a pesar de los sueldos de los representantes. En segundo término, la calidad de los representantes –¿habrá que decirlo?– deja mucho que desear en términos de preparación e idoneidad para el cargo. Y, en tercer lugar, la posición social de los representantes se ve fuertemente alterada por los ingresos percibidos: habiendo heterogeneidad de origen, el Congreso conlleva una fuerte homogeneidad en cuanto a estándares de vida.

¿Qué ocurrió? Pueden pensarse varias hipótesis razonables. La primera dice relación con el mal diseño de los mecanismos de financiamiento de las campañas políticas, que vuelve susceptibles a los representantes de un trato inadecuado con los grupos de interés; independientemente de que, mientras se encuentren en su cargo, gocen de un sueldo que los haga económicamente independientes.

En simple: el representante, en tanto congresista, no se ve obligado a acudir al poder económico de los grupos de interés, pero sí en tanto candidato. Y esto se vuelve más grave, dada la baja calidad de muchos de los representantes: como difícilmente podrían encontrar un sueldo similar al que perciben en el Congreso, tienen fuertes incentivos para hacer lo que sea necesario con tal de mantener su cargo.

Una segunda lectura sugiere que, al ser tan altos los sueldos, la escala de prioridades y preferencias de los políticos se ve alterada en la misma medida en que cambia su estándar de vida una vez que asumen sus cargos. Si se quiere, ellos pierden sintonía con la vida cotidiana de las personas para las que pretenden legislar, incluso con la de aquellas en una buena situación económica, pues sus ingresos los ponen dentro de los segmentos más (más) acomodados del país.

No es imposible pensar, de hecho, que sus lealtades y amistades se ven también modificadas, en la medida en que se insertan en los mundos propios de ese pequeño segmento. Si esto es plausible, la consecuencia es que se genera cierta complicidad con los intereses de un grupo social que, muchas veces, puede verse afectado por medidas legislativas –por aquellas que afectan la posición de los más poderosos y ricos–.

A ello podría añadirse, además, la relativa irrelevancia del Congreso dentro del diseño constitucional –ya sabemos que tenemos un presidencialismo muy marcado–. Esto, tal vez, incentiva a postular al Congreso a personas poco preparadas, pero que buscan una renta de buen nivel, imposible de conseguir en el sector privado.

Las líneas anteriores nos conducen al siguiente planteamiento: quizás resulta razonable que los sueldos de diputados y senadores sean lo suficientemente altos como para llevar una vida sin sobresaltos, como la de un profesor universitario de primera línea, pero en ningún caso la de un gerente de una empresa exitosa. Ese es el sueldo que alguien con genuino interés por lo público debería estar dispuesto a percibir, entendiendo que a la política, tal como a la academia, no deberían ir personas cuya principal motivación sea hacerse ricas: para eso existen otro tipo de actividades.

Además, un sueldo como ese, pese a que sigue siendo alto en el contexto nacional, ayudaría a aterrizar la forma de vida del legislador, evitando su completa alienación respecto a las necesidades y problemas de la mayoría de los habitantes del país.

Ello, por cierto, no sería una solución mágica. Lo principal parece ser consolidar la independencia respecto a los grupos de interés, cuestión que ya está instalada en el debate.

En cualquier caso, urge evaluar este tipo de alternativas. Chile necesita un Congreso a la altura de los desafíos cada vez más complejos que enfrentamos como país. Conseguirlo implica dedicar tiempo a construir un sistema de incentivos y un entramado institucional que le devuelva dignidad y calidad a una de las instituciones más importantes, y hoy por hoy desprestigiadas, de la República.

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