Columna publicada en El Líbero, 05.04.2016

En libros como “Veinte años después: neoliberalismo con rostro humano” y “Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público”, Fernando Atria aboga por un nuevo modo de relación colectiva. Dado que la realización humana es una tarea recíproca, afirma Atria, sería crucial terminar con el individualismo imperante. Desde luego, no es imposible pensar que moros y cristianos están imbuidos de cierta lógica individualista (y a veces derechamente egoísta) al aproximarse a los asuntos públicos y sociales, pero nada indica que la propuesta de Atria ―el “régimen de lo público”― esté exenta de ese problema, ni menos que ella vaya a mejorar nuestra situación.

En rigor, dicha propuesta adolece de un defecto muy llamativo, en especial considerando la retórica de Atria, plagada de alusiones a la comunidad, lo público y lo social. Ese defecto consiste en la (notoria) incomprensión de la naturaleza y relevancia de las asociaciones intermedias, en especial aquellas fundadas en idearios robustos. Es lo que vimos a propósito de su (curiosa) interpelación al Rector de la Universidad Católica, Ignacio Sánchez. Para el ex profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez, es inconcebible que la red de salud UC se rehúse a practicar abortos: los “derechos de la mujer” y “la ley”, piensa Atria, priman sobre todo ideario.

Esto no deja de sorprender, y no sólo porque el ideal regulativo del “derecho a elegir” (¿habrá que decirlo?) no parece ser el distintivo de una izquierda orientada a los más débiles y vulnerables. Hay algo más. Atria señala que busca fortalecer lacomunidad, pero es incapaz de notar que el tejido social es un amplio y complejo entramado de agrupaciones, del más diverso tipo; y que una parte muy importante de ese entramado son las asociaciones fundadas en una determinada manera de comprender la realidad. Más aún: precisamente porque somos seres sociales, la libertad de conciencia, de expresión y cualquier otro derecho individual relevante sólo pueden ser debidamente salvaguardados cuando es factible asociarse y cultivar una particular visión del mundo. Si las personas no cuentan con esa posibilidad, la sociedad tiende a la uniformidad, y ello, a su vez, arriesga dejar desnudo al individuo frente al Estado o al poder hegemónico de turno.

Nada de lo anterior es muy difícil de percibir. Salvo, claro, que tras el “régimen de lo público” se esconda algo semejante al Estado tutelar del que nos advirtiera Tocqueville hace más de un siglo. Quizás eso explica que el marco regulatorio que prepara el gobierno para la reforma a la educación superior tienda a impedir que las confesiones religiosas desarrollen legítimos proyectos universitarios. El solo hecho de esbozar esta posibilidad, además de expresar una ignorancia supina (¿dónde nacieron las universidades?), confirma que el trabajo intelectual de Atria ha tenido hondo impacto en la agenda de la Nueva Mayoría. Después de todo, las ideas tienen consecuencias (y la derecha política haría bien en advertir hasta qué punto esto es efectivo).

El asunto, por supuesto, resulta tan grave como paradójico. A fin de cuentas, Atria se somete a una lectura muy singular de los derechos individuales, pero omite toda referencia al derecho de asociación, que es precisamente la vía que ofrece el lenguaje de los derechos para proteger a las agrupaciones humanas. Entre esa omisión y el individualismo que Atria dice criticar no hay demasiada distancia, pero qué va: a estas alturas ya es evidente que el profesor de Derecho está para cualquier cosa, menos para coherencias.

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