Columna publicada en La Tercera, 13.04.2016

¿Puede un establecimiento de salud negarse a practicar abortos? Para muchos, esta pregunta carece de sentido. Dado que la conciencia es estrictamente individual, no resultaría legítimo analogar decisiones institucionales y personales. Dicho de otro modo, los individuos tendrían derecho a negarse, pero no los centros de salud. Agustín Squella ha llegado a decir que aceptar otra cosa equivaldría a una suplantación de conciencia.

El razonamiento parece simple y coherente. Con todo, se funda en una premisa muy discutible, que reza lo siguiente: para la consideración de problemas relevantes sólo deberían articularse dos polos, el individuo y el Estado. Así, un centro de salud sería una mera sumatoria de voluntades individuales. Es curioso, pero en este punto tienden a coincidir libertarios y socialistas, pues sus diferencias en este plano son cuantitativas: unos quieren acercar más las decisiones al individuo, mientras otros quieren otorgarle más atribuciones al Estado.Sin embargo, ninguno de ellos se pregunta si acaso hay algo más que merezca ser tomado en cuenta.

Asumir esta perspectiva supone perder completamente de vista cuestiones más o menos sustantivas. La vida humana no suele transcurrir ni en relación directa con el Estado, ni tampoco de modo aislado: nuestra existencia sólo cobra sentido en el denso tejido de grupos humanos que constituyen aquello que llamamos sociedad. En otras palabras, las asociaciones voluntarias son algo más que un fastidioso accidente en las mentes rousseaunianas que aspiran a la simetría, pues ellas permiten el auténtico despliegue de lo humano. Por lo mismo, resulta llamativo que sean ignoradas, como si la mera posibilidad de que un grupo humano pueda tener una identidad definida fuera un atentado contra la libertad individual. En rigor, es exactamente al revés: la libertad requiere asociaciones y comunidades robustas, que legítimamente pueden exigir ciertas condiciones indispensables para ser aquello que son. Este es el significado original de la subsidiariedad (cuyo sentido en Chile ha sido tan distorsionado por lado y lado): las personas tienen una naturaleza social y, por tanto, su libertad efectiva se desarrolla en relación con otros.

Cuando se olvida este dato elemental, se avanza indefectiblemente en una lógica uniformadora, que obliga a todos los cuerpos intermedios a someterse a reglas abstractas que violentan su naturaleza más íntima (este es el propósito final del “régimen de lo público”). A la larga, esto elimina cualquier atisbo de pluralidad social, que está en el origen de la vida pública. Para Tocqueville, en este punto preciso reside el gran peligro de la libertad moderna: el individuo queda desamparado frente a un Estado tutelar, que se siente con pleno derecho a dictar reglas que bien pueden ser despóticas, pues no encuentra ninguna resistencia. Al fin y al cabo, un mundo donde todas las diferencias relevantes han sido aplanadas es un mundo cuyo horizonte se ha empobrecido. La advertencia de Tocqueville (¿habrá que decirlo?) no debería ser desdeñada por ningún liberal que se precie de tal.

Ver columna en La Tercera