Columna publicada en Voces La Tercera, 20.04.2016

La única vez que vi a Patricio Aylwin en vivo fue en un salón del ex Congreso Nacional, en el lanzamiento del libro “Voces de la Reconciliación” que editamos, con Hernán Larraín Fernández y Ricardo Núñez Muñoz, en el IES el 2013. Observé su reacción cuando el mismo Hernán Larraín pidió perdón por la negligencia de la derecha frente a las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura. Cuando Larraín dijo “quiero pedir perdón”, Aylwin levantó la cabeza. Hubo un silencio profundo y solemne, distinto a la mera ausencia de ruido. Y luego ese silencio fue roto por aplausos, incluidos los de don Patricio, que se veía contento, como si ese mensaje tuviera que ver con él.

Los recuerdos que tengo de su mandato son infantiles, escasos y remotos, porque tenía menos de diez años y vivía en el sur de Chile, lejos de la capital. Crecí después en un país muy desigual, pero que tenía una corrupción moderada, donde año a año se veía retroceder la pobreza y donde no existía la violencia política. Jamás se me hubiera ocurrido atribuir esas características a la obra política de alguien. Me parecían hechos dados, muchos de ellos bastante modestos y mediocres.

Cuando milité en la izquierda en la universidad me empapé del desprecio de ese sector por Aylwin. Ese modesto avance hacia un país mejor, demasiado modesto y demasiado lento, era producto de la famosa “medida de lo posible”. Al viejo le habían faltado cojones. El viejo era un facho encubierto. El viejo era un golpista. El viejo había prometido alegría, pero no había cumplido. El viejo salía sonriendo en una foto al lado de Pinochet. El viejo era, en realidad, un viejo de mierda.

Pero yo seguía sin saber, en realidad, nada sobre el viejo.

Pasaron los años, seguía en un país desigual, pero cada vez más rico y sin un atisbo de violencia política. Aunque ya no era de izquierda, cada vez que pensaba en Aylwin, pensaba en “la medida de lo posible” en forma de reproche. La idiotez, como tengo claro ahora, se sostiene sobre el hecho de que la mente es floja y le gusta retornar una y otra vez a asociaciones ya hechas, sean cuales sean. Pasé por derecho en la Chile y algunos de mis ramos eran en una sala que llevaba su nombre en un edificio llamado “Los presidentes” que ocasionalmente, producto de algún problema con el alcantarillado, olía a caca. Este hecho me parecía una (en realidad nada de) sutil ironía. Pero el asunto es que seguía sin saber nada sobre Aylwin.

Fue cuando dejé de leer sobre el periodo Allende/Pinochet y llegué a leer sobre el periodo de fines de los ochenta y comienzos de los noventa que me fui dando cuenta de quién era el ex Presidente. Y noté que había sido en buena medida su obra la que me había permitido crecer en un país en paz, disfrutar de los beneficios del crecimiento económico y opinar que era un viejo de mierda mientras tomábamos cerveza tirados en el patio de la U. Y también pude, de una vez por todas, detener mi pensamiento sobre la frase “la medida de lo posible” y darme cuenta de que no expresaba más que un humilde realismo y no, como queríamos creer, cobardía y claudicación.

Frente a la figura de Aylwin comencé a sentir la pequeñez que experimentan los hobbits en El Señor de los Anillos cuando se dan cuenta de que la comarca siempre ha sido un lugar pacífico gracias a que otros libran grandes batallas en confines por ellos desconocidos para que esa paz exista. La conciencia de la propia mezquindad y liviandad. Y por eso no le pude decir nada en el lanzamiento del libro del IES, que incluía un texto donde relata con toda humildad cómo reconstruyó la paz y la unidad del país (“Sí señores, sí señores, porque Chile es uno solo”). Me sentí poca cosa frente a ese viejito curcuncho que caminaba con esfuerzo. Lo saludé y me desaparecí entre el mar de gente sin decir palabra.

Cuando Larraín pidió perdón, como dije, Aylwin sonrió como si ese último gesto de reconciliación tuviera que ver con él. A esas alturas, como yo ya sabía quién era Aylwin, sabía también que así era.

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