Columna publicada en El Líbero, 15.03.2016

El viejo cliché —subestimado en política, por cierto— advierte el problema de las expectativas: mientras más alto se vuele, más dura la caída. La historia nos muestra que proyectos demasiado ambiciosos pueden provocar dolorosos costalazos, no sólo para el que trató de encumbrarse por los aires, sino también para su masa de apoyo, que suele ser, a la vez, la base electoral necesaria para mantener al líder en pie.

Es el caso, por supuesto, de la actual Presidenta, y también el de Marco Enríquez-Ominami, quien probablemente sufrirá en las próximas semanas el flagelo de algo más grave que la pérdida de popularidad: la pérdida de la confianza por parte de la ciudadanía.

Hace poco más de un año, MEO tenía mucho que celebrar. Mientras el gobierno sufría las fatalidades de una temprana fatiga de material —Caval aún no era tema—, el heredero de Carlos Ominami se posicionaba como el político mejor evaluado, según la Encuesta CEP de noviembre de 2014. Y él, como buen animal político, estaba dispuesto a sacarle el jugo a su título, al punto de llegar a plantear en una entrevista: “Ofrezco mi capital político a disposición de Bachelet”. MEO intuía que el camino más corto para llegar a La Moneda era acortar distancia con ciertos sectores de la ex Concertación y volver al mainstream de la izquierda, quizás como ministro en una cartera con alta visibilidad. Tantos años en el destierro tenían que servir para algo.

Sin embargo, 15 meses después, el escenario se ha vuelto completamente agraz para el personaje. Crisis tras crisis, la dinastía de los Ominami se ha enredado en complejas explicaciones —ante los Tribunales y los medios— sobre diversos asuntos relativos a las campañas electorales, y las confusas relaciones con capitales cubanos, venezolanos y, ahora, brasileños.

En este sentido, la enrevesada relación con el cuestionado ex Presidente Lula Da Silva, y el escándalo del avión facilitado por la también cuestionada empresa OAS, no es más que una metáfora: Enríquez-Ominami sencillamente no ha entendido cómo funcionan las reglas. Las tardías, breves y esquivas reacciones de su entorno confirman que MEO no le ha tomado el peso a lo que significa ser autoridad, ni ha demostrado respeto alguno por el ideal republicano. Un aspirante a líder político no puede estar dando explicaciones todo el tiempo, y si debe hacerlo, no puede escudarse en lugares comunes como “mientras más me disparan, más fuerzas gana el progresismo”. Tal vez esa cuña pudiera haber hecho sentido en épocas anteriores, pero hoy —con una ciudadanía más empoderada, y con rabia declarada contra los abusos— sólo provoca tirria y desazón.

Se le acaba el partido a Marco Enríquez-Ominami. Juega contra el tiempo, sumando enemigos, y no sólo desde la derecha. Por un lado, tenemos a los sectores más tradicionales de la Nueva Mayoría (los viudos de la vieja Concertación), que ven en esta última crisis el argumento para terminar de invalidar al precandidato, demostrando la decadencia que significaría, para el sector, llevar a un abanderado con tantas pifias. Por otro lado, está el mismo PRO, quien en este capítulo asume el rol del empedrado (la primera reacción de MEO fue echarle la culpa al partido que él fundó), y que difícilmente podrá despegar si no se desmarca de un líder que causa más dolores de cabeza que aportes. Y, por último, está la propia ciudadanía: es probable que ella comience a volverse contra Enríquez-Ominami, olvidando el fanatismo que alguna vez tuvo por el hijo de Miguel Enríquez.

Si el estudio de la opinión pública nos ha enseñado algo durante los últimos años es que su beneplácito no es incondicional. Hoy, más que nunca, el electorado está dispuesto a fustigar apoyos por conductas reprochables, como el hecho de haber utilizado un avión brasileño por meses, de forma bastante irregular, y declarando por ello apenas $6 millones como gasto electoral. Frente a destapes como éste, no hay perdón que valga.

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