Columna publicada en La Tercera, 30.03.2016

La inminente formalización de Pablo Longueira (más allá del curioso desequilibrio político en el comportamiento del Ministerio Público) es quizás un buen momento para reflexionar sobre el futuro de la derecha. De algún modo, dicha formalización simboliza el fin de un largo ciclo, que comenzó a fines de los ’80 y cuyas fuerzas se están agotando. Se trata de una generación marcada por la transición y que -con virtudes y defectos- encarnó una posición más reactiva que propositiva, en función de mecanismos propios de la “democracia protegida”. Todo indica que ese período se terminó, y que la nueva situación exige nuevos instrumentos.

En ese sentido, el nuevo documento programático de Chile Vamos, recientemente aprobado por su comité político, constituye una buena noticia. En efecto, el texto realiza un auténtico esfuerzo por articular las distintas vertientes de la derecha chilena en una proyección común, asumiendo además buena parte del extenso debate sobre la crisis intelectual del sector. Aunque por momentos su redacción es un poco pesada, el manifiesto tiene la virtud de ampliar el horizonte visual, al introducir ejes conceptuales que exceden la (estrecha) noción de libertad negativa, que por décadas ha esterilizado a nuestra derecha.

Por un lado, se admite la importancia decisiva del principio de división del poder, pero entendiendo que éste vale para todos los ámbitos de la vida social, lo que implica aceptar los peligros asociados (por ejemplo) a la excesiva concentración económica. Se reconoce luego -en contraste con el proyecto de Atria- el valor de las espontaneidades sociales como vehículo efectivo de la libertad política: promover y preservar la vitalidad de las asociaciones intermedias, desde una comprensión adecuada (y acorde al Chile de hoy) del principio de subsidiariedad, es uno de los desafíos más relevantes que enfrenta nuestra modernidad.

Todo esto nos conecta con otro principio rescatado por el documento: el valor atribuido a la intimidad y a la vida privada como parte constitutiva del despliegue de lo humano. Aunque es evidente que dicha individualidad debe vincularse con la vida común, queda claro que el Estado no debe absorber todas las dimensiones del fenómeno humano. Por último, el texto recoge un elemento imprescindible en cualquier discurso político digno de ese nombre: la articulación entre la población y el territorio. Si efectivamente queremos rehabilitar la sociabilidad humana en todas sus manifestaciones, eso no podrá llevarse a cabo sin una descentralización efectiva, que permita un vínculo directo de los ciudadanos con la comunidad.

En suma, todo esto le abre nuevas perspectivas a un sector que ha tenido enormes dificultades para tomarle el pulso a un Chile que ha cambiado profundamente en las últimas décadas. Habrá cosas que mejorar, añadir o rectificar, pero se trata de un primer paso imprescindible si acaso la derecha quiere convertirse en algo más que el espectador externo de una escena que nunca logra aprehender, porque –hasta ahora- ha carecido de las herramientas intelectuales y políticas para lograrlo.

Ver columna en La Tercera