Columna publicada en El Líbero, 01.03.2016

Las rutinas de humor del Festival de Viña recordaron a ratos al teatro isabelino y sus “bufones” (traducción bastante imprecisa del inglés fool). Similar a los locos o eremitas del teatro medieval, dichos personajes decían las más crudas verdades sin que se les tomara en cuenta: por su ácido sarcasmo, su crítica solía ocultarse tras la risa o el desvarío. De ese modo, el anuncio de las tragedias y los cuestionamientos a los grandes vicios solían pasar desapercibidos para quienes estaban en el escenario, no obstante el público comprendía algunos de los crípticos avisos de lo que vendría.

Guardando las proporciones, algo interesante sucedió en la ciudad jardín con las rutinas políticas de Caroe, Valdebenito y otros humoristas, quienes provocaron risas por medio de alusiones a la corrupción, a la ineptitud o al egoísmo de los diversos prohombres que debieran, con algo más de magnanimidad, guiar nuestras cosas comunes. Después de estas presentaciones, algunos se mostraron inquietos, y llamaron a cuidar nuestras instituciones y a no generalizar con situaciones concretas. Si bien, como ha señalado Alberto López-Hermida, hay grandes diferencias entre la sutileza de una sátira inteligente y una pachotada que continúa el bullying, puede decirse que existe más de un parecido entre los bufones shakesperianos y el Festival de Viña, sobre todo por la función que cumple el humor a la hora de apuntar sus dardos hacia las estructuras del poder.

En primer lugar, las reacciones que ha suscitado esta polémica en algunos políticos (a excepción de personas como Osvaldo Andrade, que han sido capaces de ver las distintas dimensiones del problema) hacen aún más manifiesta la desconexión que existe entre la dirigencia política y las grandes audiencias. Desde luego, las rutinas no se han caracterizado por su elegancia, pero este no es un problema de libertad de expresión o de mayor o menor vulgaridad al abordar a algunos personajes. Lo fundamental aquí es que los humoristas han sabido expresar una cuestión incómoda para quienes debieran representarnos: indignación y descontento masivos. En este contexto, no hay que olvidar que el actual ciclo político se inició con las protestas estudiantiles del 2011, año en que muchos otros países sucumbieron ante la algarabía de la indignación y de las manifestaciones masivas. El actual escenario, qué duda cabe, es una continuación de aquellas inquietudes, las cuales para muchos no han sido respondidas en forma satisfactoria. La política se puso en serio entredicho, la actuación de los hombres públicos se comenzó a observar con mayor escepticismo y, frente a los escándalos que han salido a la luz durante los últimos años, hay una sensación constante de desconfianza y rabia. El humor, por tanto, ha servido como vehículo de expresión en medio de un debate bastante monótono.

Por lo pronto, cabe afirmar que con el humor solo vale la cautela: no sirven ni la gravedad a la que estamos acostumbrados, ni tomárselo todo a la chacota. La seriedad extrema es propia de los regímenes totalitarios añejos, que no permiten reírse de sí mismos: todo humor tiene algo de subversivo, y ser un “tonto grave” demuestra la incapacidad para ser flexibles, para imaginar significados no literales a las cosas y para adaptarnos a una realidad cambiante. Sin embargo, la actual situación también nos obliga a buscar las razones del auge del humor político: si consideramos que una clase privilegiada aprovecha su posición para beneficio propio, significa que hay un problema que atender. Aunque existe el riesgo de la vulgaridad o de la ofensa, es sano que una sociedad sea capaz de denunciar sus propios vicios, pues al menos sabe qué corregir. El humorista inteligente, por tanto, logra denunciar con chispa e ingenio, sin facilismos.

El problema, por tanto, no tiene que ver ni con la libertad de expresión ni con la incorrección del chiste televisado, sino con la capacidad que tenemos de escuchar nuestras propias críticas. Si hay tanta sintonía entre humoristas y audiencias, vale la pena darle una vuelta al asunto. En especial considerando que la cantidad de referencias a la clase dirigente manifiesta una creciente preocupación por la cosa pública. Conviene tomar nota de lo siguiente: no se recuperará la legitimidad por vía judicial o mediante mecanismos de control ciudadano. En rigor, se hace necesario articular un discurso político donde, desde la probidad y la virtud pública, se interprete el deseo del ciudadano común. Se hace necesario, tal como decía Hugo Herrera en La derecha en la crisis del bicentenario, que los políticos dirijan una mirada más atenta a la realidad. Ese es el único camino para abandonar los fantasmas de la oligarquía, ese gobierno de unos pocos que siempre arrastra la ilegitimidad de trabajar por el propio interés. Quien sea capaz de elaborar un discurso político que rompa la espiral de desconfianza y descrédito obtendrá un enorme avance. Y en ese sentido, comenzar por reírse de sí mismos puede ser un buen punto de partida.

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