Columna publicada en El Demócrata, 09.03.2016

Estos debates suelen estructurarse en torno a un grupo que, por un lado, se opone a la iniciativa, alegando que, además de ser dañinas y adictivas, las drogas producen un fuerte efecto de enajenación en quien las consume; y un grupo, por otro, que después de acusar de minoritario y “moralista” al primero, sostiene que ahora las personas están “empoderadas” y no aceptan que se les impongan “valores”. No faltan quienes critican la pertinencia del debate mismo, acusando actitudes “elitistas” e ignorantes en ambas partes: los verdaderos problemas de los chilenos poco tendrían que ver con el consumo de sustancias.

En este contexto, se vuelve cada vez más dominante una forma específica de argumentar: las drogas serían, según esta comprensión, un fenómeno al que recién nos estamos “abriendo”. Víctimas de nuestros prejuicios, nos hemos privado de ellas a nosotros mismos sólo por ignorancia y oscurantismo, y un afán casi religioso de controlar la vida de los demás. Así, su consumo libre ―irrestricto, sustraído de toda deliberación pública― es simplemente un paso más en nuestra conquista por conseguir una vida más autónoma. Esta forma de razonar suele ser llamada “progresista” y alberga, me parece, una serie de tensiones.

La narrativa del progresismo, como observan Jean Claude Michéa (The Realm of Lesser Evil) y Roger Scruton (The Uses of Pessimism), entiende que el ser humano ha vivido siempre enfrentado a la opresión; la historia consiste en la sucesión de formas en que el conflicto derivado de la coacción religiosa, política y económica se desenvuelve. Tenemos que enfrentarnos, por ende, contra todo aquello que nos aleje de una existencia auténtica, emancipada, libre de cualquier hábito y vínculo que hayamos recibido de los otros. Por eso las banderas de mayo de 1968 ―fiel reflejo de este ideario― fueron la liberación de la mujer de la opresión de la familia y el orden doméstico; la liberalización de las normas sobre la sexualidad y el amor libre (que coincidió, además, con el desarrollo científico de la anticoncepción); la eliminación de la disciplina en la escuela, por su talante castrador y homogeneizador sobre la espontaneidad de los jóvenes. Su horizonte fue un mundo regido por nuestra autonomía, carente de problemas sociales: ello nos permitiría ser dueños de una existencia pacífica y más humana.

Sin embargo, al menos una dificultad salta a la vista. En efecto, ella se sostiene sobre un recurso y una tendencia hacia a lo inevitable, lo inexorable de las formas de vida que (eventualmente) conquistaremos como fruto de nuestros procesos históricos. En ella no hay ambigüedad ni márgenes de error: aunque nos cueste entenderlo, sólo liberándonos de nuestra cultura opresora podremos alcanzar la libertad y autenticidad que nos esperan al final del camino. Cualquier daño que se produzca entremedio no es más que una falta de comprensión de las bondades a las que nos acercamos. Y por eso la relación del progresismo con el sufrimiento humano es tan equívoca: el problema no son los usuarios adictos, nos dice, sino la estigmatización que la sociedad hace de ellos; el problema no son la evasión y el desarraigo del mundo que suelen conseguir, sino nuestra falta de tolerancia hacia su forma de vida. Toda la irracionalidad que desata la búsqueda de una autonomía desarraigada del mundo y de los demás queda puesta entre paréntesis, porque ella es pura apariencia, mero síntoma de cuán ciegos somos (¡todavía!) frente a nuestra cultura represiva. El hombre desorientado e imperfecto del presente debe ser dejado de lado para alcanzar al hombre nuevo.

Quizá es desconcertante creer que nuestras instituciones y cultura son ambiguas; ni todo en ellas es bueno, ni todo malo. No nos orienta mucho ni nos dice hacia dónde deberíamos ir. Y eso es especialmente difícil de entender para una época que, ante todo, se define por su optimismo. La pregunta, desde luego, es si ese optimismo no debiera tomarse un poco más en serio esa ambigua realidad.

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