Columna publicada en LaTercera, 16.03.2016

En su  libro más reciente (La ceguera: otra historia de nuestro mundo), el historiador Marc Ferro aborda un problema apasionante: las cegueras colectivas frente a fenómenos que siempre estuvieron allí, disponibles para quien quisiera darse el trabajo de mirar. Los ejemplos son tan increíbles como abundantes (el totalitarismo soviético, el auge del nazismo, la crisis económica del 2008, los problemas actuales de Europa); pero suelen tener un elemento común. Éste consiste en la presencia de elites operando en función de modelos teóricos sobrepasados por la realidad. A su manera, Maquiavelo lo explicaba del siguiente modo: los políticos fracasan porque no saben adaptarse a los cambios en su entorno: para ellos, el mundo es inmóvil.

La lectura del texto de Ferro conduce, inevitablemente, a preguntarse por la situación chilena: el país está cambiando aceleradamente de piel y, sin embargo, los dirigentes políticos -llamados a encauzar ese cambio- se resisten con todas sus fuerzas a integrar ese dato en sus esquemas. La muerte de la UDI (porque de eso se trata, aunque los coroneles no se den por enterados) debe ser leída desde aquí: dicha colectividad aplicó una receta exitosa a fines de los `90 (un poco de conservadurismo moral, bastante liberalismo económico y un shock de frivolidad envuelta en marketing político), pero esa receta ya no tiene ninguna relación con el presente. De algún modo, las irregularidades que hoy explotan en su seno no son más que el corolario de una abdicación intelectual mucho más temprana: hace demasiados años que la UDI renunció a pensar seriamente la realidad, refugiándose en un discurso fosilizado y en los subsidios del binominal.Por lo mismo, su muerte es cualquier cosa menos accidental (y la paradoja, por supuesto, reside en que Jaime Guzmán debe haber sido uno de los políticos más atentos al cambio de nuestra historia).

En todo caso, nada de esto debería alegrar a sus adversarios. En la UDI el proceso ha sido más acelerado y más visible, pero los síntomas están generalizados. Casi toda nuestra dirigencia está aferrada a prácticas y categorías que dejaron de corresponderse con la realidad. No es imposible pensar que, en el futuro, cuando se estudien nuestros tiempos, se escriban páginas muy parecidas a aquellas que Gonzalo Vial le dedica a la oligarquía de principios del siglo XX: una clase social y dirigente que no tenía ninguna conciencia del país en el que vivía. Es cierto que la izquierda ha tratado de salvarse del naufragio recurriendo a las consignas del movimiento estudiantil, pero ella está -en el fondo- corroída por los mismos males morales (eso explica el formidable espectáculo que han brindado Jorge Pizarro y ME-O, en su concurso de pureza). Por lo mismo hay una pregunta que, a estas alturas, sigue en pie: ¿quién será el primer dirigente político dispuesto a tirar el mantel, a cambiar las reglas, a jugar en la nueva cancha? ¿Quién será el primero en cuajar un auténtico esfuerzo reflexivo que, al mismo tiempo, sea operativo políticamente? Yo no sé quién es, pero sí sé que hay un mundo allá fuera, esperándolo. 

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