Columna publicada en El Mostrador, 31.03.2016

Rudolph Rocker, un anarquista alemán, fue uno de los primeros y más lúcidos críticos de la herencia absolutista de algunas corrientes socialistas. En su librito La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo, escribió que “es un hecho significativo que los representantes del socialismo autoritario, en la lucha contra el liberalismo, tomaron a menudo prestadas sus armas del arsenal absolutista, sin que este fenómeno haya sido advertido por la mayoría de ellos”. Dentro de ese arsenal se encuentran las doctrinas jacobinas y el historicismo hegeliano. En este movimiento se encontraría, dice Rocker, la explicación a la deriva totalitaria del socialismo durante el siglo XX.

El sociólogo Robert Nisbet, en tanto, explica extensamente el tránsito entre absolutismo y socialismo totalitario en su libro La formación del pensamiento sociológico. Es a partir de las ideas de Jean Jacques Rousseau y su ataque a la sociedad civil bajo la creencia de que era necesario que no hubiera “sociedades parciales en el Estado” para que la “voluntad general” pudiera ser plenamente soberana, que los jacobinos terminaron por abolir, con la famosa loi de Chapelier, no solo los gremios sino “cualquier forma análoga de asociación (…) las sociedades de beneficencia y las asociaciones de ayuda mutua fueron declaradas ilegales o al menos sospechosas”.

Y es exactamente un ataque “rousseauniano” o “jacobino”, como lo han tildado derechamente algunos, al ámbito privado y a las organizaciones intermedias el que parece animar al profesor Fernando Atria en sus escritos. De hecho, el “régimen de lo público” que promueve es básicamente un mecanismo para “purificar” de intereses particulares a los cuerpos intermedios, sometiéndolos a un régimen de exigencias fundado en los mismos principios que deben observar las instituciones estatales: neutralidad y universalidad. Esto, por supuesto, es muy parecido a anular la capacidad de las organizaciones de la sociedad civil para traducir institucionalmente sus puntos de vista, aunque Atria, frente a dicha crítica, alega que no se ve afectada la libertad de las instituciones para adscribir a un determinado ideario solo por el hecho de no poder traducirlo institucionalmente. Así, afirma, por ejemplo, que una Universidad Católica podría seguir considerándose católica a pesar de verse obligada por el Estado a admitir en su interior enseñanzas y prácticas contrarias a su credo.

La razón por la cual Atria parece no considerar problemático someter a las organizaciones intermedias a un régimen similar al del Estado es que parece creer que lo público y el régimen institucional del Estado son equivalentes. Es decir, que la forma institucional del Estado es el estándar para evaluar el “sentido público” de una institución. Así, todo aquello en lo que dicha institución difiera respecto a las instituciones del Estado no sería más que el reflejo de intereses privados, que deben ser expulsados del espacio público.

Sin embargo, la concepción de lo público implícita en esta perspectiva es fuertemente discutible. Atria parece pensar que lo público es básicamente aquello que se rige por normas similares a las del aparato público. Sin embargo, siguiendo a autores como Arendt o Habermas, parecería más razonable entender lo público como un espacio común creado por la interacción humana para darles forma a sus vínculos. Este espacio está abierto a múltiples perspectivas y, por tanto, sujeto a constantes disputas respecto a su forma. Y esa apertura equitativa a múltiples perspectivas es lo que normalmente denominaríamos “pluralismo”.

Esta idea básica de pluralismo, referida específicamente a la universidad, es la expresada por Juan Manuel Garrido, Hugo Herrera y Manfred Svensson en su libroLa excepción universitaria. Ahí, los autores señalan que la publicidad de una institución de educación superior “es compatible con diversas concepciones del bien”, en la medida en que dichas concepciones sean “lo suficientemente razonables como para poder presentarse de buena fe al escrutinio y la deliberación públicos”.El pluralismo, básicamente, implica una exigencia institucional de “tratar como valor” la diversidad de creencias y vivencias diferentes a la propia, y, por tanto, la diversidad de instituciones surgidas al alero de esas creencias y vivencias, en la medida en que no atenten contra la dignidad humana.

Es la diversidad de tendencias existente en instituciones universitarias estatales y privadas lo que contribuye a la existencia del pluralismo y, por tanto, a la configuración de lo público. El pluralismo en la sociedad “estará garantizado y protegido precisamente por la existencia de perspectivas rivales que alcanzan a tener una expresión institucional, y que desde esa expresión institucional despliegan su identidad exponiéndose a su vez a la crítica”.

Al permitir que una visión de mundo adquiera expresión universitaria y tenga libertad para desarrollar su proyecto de un modo que afecta la contratación, las áreas de investigación y otras características de la universidad, “saltan a la vista de modo más llamativo las consecuencias de distintas concepciones de la realidad”.Esto ampliaría la libertad de las personas, ya que pone a su disposición alternativas consistentemente pensadas, siendo solo en tal contexto que podemos aprender efectivamente del otro. Tal idea es defendida en extenso por Manfred Svensson en el artículo “Universidades confesionales y pluralismo.

Una sociedad pluralista, concluyen los autores, no solo es una sociedad que transforma algunas de sus instituciones en pluralistas, sino una “en que también pueden convivir instituciones y tradiciones efectivamente distintas”, en la que el pluralismo no consiste en “forzar a todas las instituciones a cierta diversidad interna que las convierta en semejantes entre sí”. Es de la existencia institucionalizada de una diversidad de tradiciones de saber, en suma, que lo público se nutre. Y cada universidad cumpliría su “rol público” en la medida en que se organizara de modo de hacer avanzar su tradición y ponerla a dialogar en el espacio común con otras tradiciones.

El pluralismo en que se sostiene lo público, entonces, es una forma de igualdad que supone que todas las opciones de vida legítimas sean tratadas con igual respeto. Esto, a su vez, supone que existan formas de vida que puedan desarrollarse a partir de una concepción absoluta de los valores, sin por ello negar la existencia de otras formas de vida legítimas. La pregunta es si la visión del Estado coincide con la visión de lo “público”. En otras palabras, si el “régimen de lo público” es lo mismo que el “régimen del Estado”.

El Estado, en una sociedad pluralista, está al servicio de ese pluralismo. Esto significa, primero, que debe actuar persiguiendo la neutralidad y la universalidad en sus prestaciones. Todos los ciudadanos son iguales frente a la ley y, por tanto, deben ser tratados de la misma forma por el Estado. Lo segundo es que, en una sociedad pluralista, el Estado está obligado a “no imponer a las sociedades intermedias la neutralidad que otros le exigen a él en otras materias”. Esto significa que debe tolerar la existencia de una pluralidad de “comunidades de convicción y de ideas”, con “programas determinados, que pueden ser libremente abrazados por sus miembros”, y que velan por su propia identidad, lo que “puede implicar exclusiones”.

Podemos ver con claridad que el “régimen del Estado” en un orden pluralista y el “régimen de lo público” no son lo mismo. El espacio público surge al margen del Estado, desde la sociedad civil, como un espacio de encuentro de miradas, identidades y tradiciones distintas. El régimen del Estado lo que hace es tolerar esa pluralidad de miradas en los márgenes de lo razonable y tratarlas como igualmente valiosas.

Así, desde este punto de vista, puede afirmarse que Fernando Atria construye su argumento sobre la base de una confusión entre Estado y sociedad civil, que es una confusión entre el régimen del Estado y el régimen de lo público. Por esta razón termina exigiendo a las instituciones de la sociedad civil operar según la misma lógica en que el Estado pluralista está obligado a actuar respecto a la sociedad civil. El efecto de esta idea, de llevarse adelante, sería tender a neutralizar y homogeneizar todas las formas de vida existentes, ya que la diversidad institucional que sustenta esas formas de vida se vería anulada, generando un solo orden legítimo y acabando con la diversidad de miradas que constituyen lo público. En otras palabras, el “régimen de lo público” propuesto por Atria no es otra cosa que el debilitamiento de lo público por el Estado.

El origen de este malentendido en el ámbito de la educación en general, y de la educación universitaria en particular, viene dado, como explican Brunner y Peña, por la historia reciente de los Estados nacionales. Si bien las universidades son previas a los Estados nacionales modernos y nacieron como “instituciones públicas, aunque arraigadas en esa esfera que la literatura del XVIII comienza a llamar sociedad civil”, durante el siglo XIX fueron creadas instituciones estatales (“universidades modernas”) bajo la creencia de que “existiría una identificación plena de intereses entre el Estado y la nación y entre esta y la ciudadanía democrática”.

Sin embargo, esta pretensión de identidad se fue debilitando a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX –luego de la experiencia de los totalitarismos– y ha entrado en abierta crisis durante el siglo XXI. Hoy nadie piensa seriamente que exista perfecta identidad entre Estado, nación y ciudadanía, y esa es exactamente la razón por la que las “luchas por el reconocimiento” (nacional, identitario, institucional, etcétera) se han tomado la agenda pública durante los últimos 30 años.

En efecto, tal como explica Manfred Svensson en Una disposición pasajera, Occidente parece haberse movido desde una visión en la cual la tolerancia pluralista era entendida como una etapa transicional hacia una síntesis universal (que el Estado era capaz de producir), a comprender que, más que una forma transicional, es una manera de convivir razonablemente con otros seres humanos. Y es esta segunda idea de la tolerancia pluralista la que parece ahora ser despreciada por muchos nostálgicos de las ideologías de la “síntesis universal”.

El régimen de lo público, en conclusión, parece ser un régimen de convivencia plural entre distintas organizaciones sociales con fines legítimos diversos e inspiradas por visiones distintas –y, a veces, contrapuestas– respecto a cuestiones diferentes. Esta pluralidad es asegurada por el Estado en la medida en que tolera, trata y valora a estas instituciones en un pie de igualdad y de neutralidad. El régimen del Estado pluralista, por tanto, es complementario al régimen de lo público, pero en ningún caso son lo mismo.

Esto es lo que Atria parece negarse a aceptar y es por ello que ataca con furia la idea de que la Universidad Católica se niegue a practicar abortos en sus dependencias médicas, a pesar de que los católicos piensan que tal acto es un asesinato. Quienes se consideran a sí mismos de izquierda, en todo caso, deberían pensar seriamente respecto a seguir al profesor de derecho en este ataque: si los socialistas están en posición de aprender alguna lección sobre el siglo XX es aquella respecto a los costos que puede tener para la vida de millones de seres humanos la clausura del espacio público y la desarticulación de la sociedad civil en manos de los regímenes que pretendieron volver total al Estado. Basta leer Vida y destino de Vasili Grossman o echarle una mirada a La vida de los otros.

Y el mismo profesor Atria, cuya intención obviamente no es repetir esos horrores, haría bien en mirarse en el espejo de las decenas de intelectuales brillantes como él que terminaron, mediante ideas similares, justificando las pesadas maquinarias burocráticas dedicadas a moler carne humana a lo largo de todo el siglo recién pasado.

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