Columna publicada en La Tercera, 09.03.2016

La derecha chilena, tal como fue entendida durante las últimas décadas, está por desaparecer. Y lo trágico de dicho proceso es que quienes tuvieron poder y lo perdieron están obligados a aferrarse a sus ritos, a sus credos y a la convicción de que nada ha cambiado, esperando que la rueda de la fortuna los salve a último minuto.

Este proceso de muerte ha sido lento. Jaime Guzmán, de hecho, lo describió sin querer al decir “si lo mejor de nuestra gente se aleja del servicio público y sólo se dedica a ganar plata… nuestras ideas, nuestros principios y nuestros valores se van a perder, y no se quejen después del Chile que van a vivir sus hijos, quizás con los bolsillos llenos pero con las almas vacías”. ¿Qué mejor descripción del presente que esa?

Lo que pasó, en todo caso, no es secreto. Quienes defendían el ideario relativo al estado de derecho, la libertad económica, la subsidiariedad del Estado y todo aquello, tuvieron la mala idea de declararlo victorioso una vez que la Unión Soviética se derrumbó. Y me refiero a eternamente victorioso, como si la historia se hubiera detenido en ese momento para siempre. Esto los llevó a pensar, como pensó alguna vez Lenin, que ellos serían la generación que vería cómo el gobierno sobre las personas sería sustituido “por la administracion de las cosas y por la dirección de los procesos de producción”.  

Se convencieron, entonces, que la legitimidad política provendría, en el futuro, exclusivamente de la administración y que, por lo tanto, todo debate político debía ceder lugar a las políticas públicas. Las “ideas del sector” pasaron a ser lugares comunes a los que se echaba mano, muchas veces de manera mañosa, para justificar el “avance del progreso” que, a su vez, se confundía en no pocas ocasiones con limpiar el camino al capital y a sus lógicas fluctuantes entre el chorreo y el choreo.

Durante los mismos 20 años en que ellos resguardaron la administración de las cosas, el mundo de la izquierda, de manera más o menos espontánea, se hizo fuerte en el plano de la cultura, la academia y la educación. Montaron un aparato artístico-cultural imponente sostenido en la legitimidad sacrificial de las víctimas de la dictadura;  construyeron un ejército de intelectuales con estudios en el extranjero y repletaron los más prestigiosos puestos universitarios; y consolidaron una industria editorial poderosa en su propio favor. Y ni hablar de su influencia sin contrapeso en el mundo de la educación escolar. El efecto combinado de estas fuerzas se llama hegemonía: una atmósfera intelectual en la cual el sentido común se encuentra colonizado por un cierto canon de pensamiento.

El muro (de ideas) de Chicago se ha derrumbado. Sus operadores políticos, corrompidos por convicciones materialistas, vagan hoy tan perdidos como lo hicieron los burócratas soviéticos en su momento. Y la total incapacidad para pensar a largo plazo de quienes se acostumbraron a la lógica de “hacer la pasada” asegura que no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. Habrá, por cierto, una nueva derecha. Pero serán parientes lejanos.

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