Columna publicada en La Tercera, 24.02.2016

La ignorancia es tan parte de la condición humana como lo es la obligación de actuar en el mundo. Aunque no comprendemos por completo nuestra situación, ni podríamos hacerlo, estamos obligados a optar. Con ese fin, reducimos la complejidad mediante esquemas que nos permitan orientar nuestra conducta hacia lo que estimamos una vida buena, feliz. Tal ejercicio supone excluir de nuestro campo de atención fenómenos que creemos que no merecen consideración.

El problema, por supuesto, es que resulta muy difícil distinguir entre la vida buena y la “buena vida”. Es decir, la comodidad. Es por eso que fenómenos que son aceptados en el contexto de una determinada época, luego son juzgados con reproche por quienes pueden verlos en perspectiva. Así ha ocurrido con la esclavitud, el machismo y tantas otras cosas. Podemos afirmar que existe una inclinación en el ser humano a preferir pensar que aquello que le es cómodo proviene, a su vez, de una fuente limpia, lo que lo hace muchas veces optar por no saber sobre ella, juzgarla con liviandad o prejuzgarla.

Si esto es así, no hay razones para ser más indulgentes con nuestra época. El mito del progreso y la posibilidad de manifestar nuestro disgusto por los horrores del pasado generan una ilusión de superioridad moral. Y, sin embargo, sabemos que los hombres siempre han vivido envueltos en alguna ilusión análoga, pues ellas nos permiten ordenar el mundo para actuar en él. Así, es obvio que tenemos nuestros propios horrores escondidos bajo el manto de la comodidad. Horrores que los que vengan después de nosotros probablemente juzgarán con espanto y que nosotros, en general, preferimos no ver, porque si los evaluáramos con el parámetro de nuestros propios ideales de vida buena, quedaría en evidencia una gran contradicción.

¿Cuáles son esos horrores? Los momentos de cambio que estamos expermientando en Occidente, marcados por una fuerte conciencia mundial, revelan algunos de ellos: destrucción del medio ambiente (resulta interesante el documental “Cowspiracy”), producción industrial esclava o forzada en muchos países (vean el documental “The true cost”) y deshecho de toneladas de comida en un mundo donde muchos pasan hambre. Eso entre otros casos que el lector puede agregar. Somos visitantes de Auschwitz conmovidos por el horror nazi, pero vestidos con ropa hecha por niños esclavos. Somos turistas maravillados con los paisajes naturales, pero con hábitos de consumo que arrasan con el agua, la selva y la vida natural.

Ante la conciencia de esta fisura existencial, la pregunta es qué hacer. Y es que si queremos hacernos responsables de nuestras propias miserias, el modo de hacerlo debe ser responsable también. No sirve, como decía Raymond Aron, “disvariar para mostrar buenas intenciones”. Sabemos que los intentos de transformación radical han radicalizado principalmente el horror, porque la virtud cansada busca energía suplementaria en el odio. Sabemos que la ideología es un escape barato. Pero sabemos, también, que no podemos simplemente mirar hacia el lado sin renunciar a nuestra propia dignidad. 

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