Columna publicada en El Líbero, 19.01.2016

La política venezolana vuelve a estar en el ojo del huracán. A la polarización propia del debate entre chavistas y opositores se suma una situación económica de niveles catastróficos, dados los bajos precios del petróleo y la baja productividad por falta de divisas e insumos. Aunque el régimen de Maduro se empeña en tildar la situación como una “guerra económica” impulsada por sus adversarios (apoyados, a su vez, por Estados Unidos); todo indica que estamos en presencia de aquello que Joaquín Fermandois llama una “guerra civil política”, definida por una falta total de acuerdos en torno a cómo se quiere organizar la nación.

El poder alcanzado por la oposición en las últimas elecciones obligó a Maduro a cambiar sus estrategias maximalistas y polarizantes. Luego del triunfo opositor en las elecciones legislativas del 6 de diciembre, el oficialismo venezolano quedó desorientado. No tuvo capacidad para desconocer -como se había sugerido- el triunfo electoral de la Mesa de la Unidad Democrática, pero sí logró ejecutar algunas artimañas entre gallos y medianoche: impugnó el triunfo a tres diputados de oposición para quitar la mayoría calificada de tres quintos en el parlamento. A pesar de dicho recurso, los representantes del MUD igualmente juraron en sus cargos, constituyéndose de manera legítima como una mayoría parlamentaria votada por el pueblo venezolano. Los pocos medios que tiene la oposición parecen estar orientados a fortalecer instituciones que resguarden la división de los poderes políticos. Con todo, aquel “gallito” político estuvo lejos de constituir una derrota radical para el oficialismo, pues Maduro ha obligado a la oposición a jugar de acuerdo con sus propios tiempos. Así, el Mandatario actuó el pasado viernes de una manera sumamente ambigua, obteniendo con ello algo de ventaja: luego de declarar estado de catástrofe económica (lo que permitiría al Presidente gobernar por decreto en una amplia variedad de temas), ofreció al Congreso, liderado por Henry Ramos Allup, mayores instancias de diálogo. De rechazar la medida, la oposición podrá ser tildada de poco colaboradora con el pueblo venezolano, sumido en una profunda crisis económica.

En cualquier caso, la imagen de Maduro rindiendo cuentas ante un Congreso opositor ha sido leída tanto con optimismo como con precaución. Aunque no es la primera vez que se llama al diálogo, es la primera vez que la institucionalidad política se ejerce con potestad y fuerza como contrapeso del chavismo. Al parecer, no podrá suceder lo que otras veces: un diálogo donde la fanaticada chavista no ha tenido empacho en tensar el debate, tildar de burgués o de contrarrevolucionario a todo quien se oponga a cualquier medida oficial, y empujar la violencia verbal hasta llevarla a la violencia física callejera. Ahora, cuando la polarización no ha sido útil a los objetivos de la revolución bolivariana, sino que amenaza sus propias conquistas, Maduro parece obligado a confiar en las débiles instituciones nacionales.

De este modo, el camino que sigan en Venezuela opositores y oficialistas tendrá que cuidar las confianzas en todo ámbito. Y en un lugar prioritario, la confianza en el funcionamiento de la economía. La crisis suscitada por el bajo precio del petróleo ha generado enormes incertidumbres y una escasez cada vez mayor de divisas. En esta línea, la oposición ha promovido una nueva ley de propiedad que no sólo entregue certificados, sino títulos de propiedad a los beneficiarios de construcciones gubernamentales. A ojos del oficialismo, dicha medida corresponde a un modelo capitalista y neoliberal contra el cual la guerra lleva años declarada. Pero la actual crisis ha cruzado los límites, y ningún sector político parece tener mucho margen de maniobra fuera del diálogo, de las medidas conjuntas y de la disminución de la polarización.

Sea cual sea el camino a seguir, los venezolanos, por imposible que hoy parezca, se deberán preocupar de construir un lenguaje político común profundamente comprometido con el Estado de Derecho. Ahora que Maduro se ha visto obligado a reconocer la legitimidad del Congreso con mayor fuerza opositora, aquél parece ser el lugar ideal para generar puntos de encuentro. El abandono de los maximalismos de lado y lado y el gradualismo de las medidas políticas, económicas y sociales será, sin duda, el camino a recorrer para una nación que lleva años entrampada en un conflicto ideológico de altas proporciones, pero donde las consecuencias más comunes han sido la enemistad, la pobreza y la destrucción de sus precarias instituciones políticas. La tarea primordial, por tanto, va en otra dirección.

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