Columna publicada en El Líbero, 26.01.2016

Hace unos días tuvo lugar el Congreso del Futuro, inaugurado por el reconocido filósofo norteamericano Michael Sandel. En su conferencia, Sandel reflexionó -en la línea de su libro “Lo que el dinero no puede comprar”- en torno a los límites del mercado, y acerca del significado de ciertos bienes y prácticas sociales que, al entrar en la lógica mercantil, corren el riesgo de erosionarse.

La reflexión de Sandel se basa, en parte, en el famoso libro del Karl Polanyi “La gran transformación”, en el que el autor analiza críticamente la tendencia de la modernización capitalista hacia el establecimiento de una “sociedad de mercado”. Es decir, una sociedad en que la gran mayoría de las operaciones sociales se coordinan a través de interacciones mercantiles. Este proceso otorga al recurso del dinero una centralidad para la integración que en otros contextos no posee. Y, aunque usualmente pone más dinero en poder de todas las personas, lo hace de manera profundamente desigual. Así, para Polanyi, el costo que se paga por el incremento (dispar) de las condiciones materiales de vida de las personas es una “dislocación social”, en que las minorías privilegiadas pasan a llevar una vida fundamentalmente ajena a la existencia de los pobres. El desacoplamiento de los intereses de ambos grupos atentaría seriamente contra la integración social. En este sentido, el establecimiento de una sociedad de mercado sería una potencial fuente de marginación.

No cabe duda de que el mercado cumple una función social de integración. Sin embargo, son sus límites, en buena medida trazados por la posesión de dinero, los que excluyen a muchas personas, cuando él se convierte en el principio que determina el reparto de todos los bienes. Como enfatiza Sandel, el hecho de carecer de suficiente dinero tiende a significar un problema de acceso a prácticamente la totalidad de los recursos y procesos sociales relevantes. También porque la expansión mercantilizadora suele ser correlativa a un segundo efecto importante para la marginalidad, cuando ésta se desarrolla como un proceso sin límites políticos: el notable aumento de las desigualdades materiales facilitado por el desarrollo de la modernización capitalista. Las explicaciones que vinculan la desigualdad a la expansión de los mercados son variadas y muchas de ellas objeto de múltiples discusiones (no tenemos espacio para discutirlas en este lugar). En términos generales, podemos señalar que el mercado, siendo una forma muy abstracta de coordinación de vínculos sociales, es, sin embargo, incapaz de reunir toda la información relevante para una transacción equitativa.

Dicho de otro modo, la “sociedad de mercado” da forma a un orden social que, amén de su notable incremento en la capacidad de producir riqueza, deja a quienes no están debidamente dotados de los recursos que el mercado demanda —por excelencia, dinero— en una posición de marcada exclusión, tanto de los asuntos públicos como, muchas veces, también de los bienes particulares requeridos para llevar una vida plenamente humana. Mientras más bienes (materiales y no materiales) pueda comprar el dinero, más problemática y relevante pasa a ser la desigualdad, afirma Sandel.

Desde luego, Chile no ha estado ajeno a estos problemas. El proceso de modernización llevado a cabo en el país ha sido ambivalente. Si bien los niveles de crecimiento fueron notables durante las últimas tres décadas, no todos se vieron beneficiados de él. Al otro lado de la moneda nos encontramos con que un 14,4% de la población continúa en la pobreza y un 4,5% en la indigencia. Y que cuatro de cada 10 chilenos se encuentra en situación de vulnerabilidad. Asimismo, el país encabeza la lista de los índices de desigualdad de los países que conforman la OCDE, con un coeficiente de Gini del 0,56; brechas salariales de 29 veces entre el primer y el último decil en un país como el nuestro; y donde la participación del 1% más rico del país es de 30,5% del ingreso total. El 0,1% se lleva el 17,6%, y el 0,01% acapara el 10,1% del total, según un estudio realizado por académicos de la Universidad de Chile.

En definitiva, no es exagerado decir que hoy vivimos cada vez más apartados, segregados y desvinculados unos de los otros. Y mientras más cosas pueda comprar el dinero, menos ocasiones de encuentro habrán, con la consecuente erosión social. Como nos recuerda Sandel: la democracia no requiere de una igualdad perfecta, pero sí de compartir una vida en común, sólo así podrá importarnos el bien común, aquellos que nos afecta a todos, y aprenderemos a negociar nuestras diferencias.

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