Columna publicada en Pulso, 30.12.2015

Por estas fechas, casi todos los medios de comunicación solicitan a sus críticos y colaboradores que seleccionen las mejores novedades editoriales leídas a lo largo del año que termina. El problema de esto, sin embargo, es que estas recomendaciones, más allá de su mayor o menor utilidad, parecieran a ratos vincularse más con las ventas navideñas que con la búsqueda de la calidad literaria o textual de las obras en cuestión.

Así, si nos atáramos a la moda de todos los diciembres de las listas de libros, seríamos esclavos de la contingencia editorial. Esto, a su vez, adquiere rasgos peligrosos cuando dicha industria está sobrepoblada de novedades -lo que tiene un poco de quejarse por la abundancia, pues refleja, simultáneamente, una especial vitalidad de las letras.

El mercado en lengua castellana se mueve a una velocidad que, especialmente en un país como Chile, con bajísimos índices de lectura (un promedio de seis libros al año, entre quienes leen con cierta frecuencia; es decir, menos de la mitad de la población), no es capaz de absorber de manera satisfactoria.

Las librerías están atosigadas de libros que no se venden, y aquellas, a su vez, solicitan títulos que circulen rápido y hagan rentable el negocio. Se hacen visibles, sobre todo, libros orientados a un público general y que quedan sometidos a los medios de comunicación y a las ventas de corto y mediano plazo.

¿Por qué no extender, entonces, esa solicitud de seleccionar textos a los mejores libros leídos, sin requisitos de novedad? ¿Por qué no buscar, parafraseando el título de Calvino, razones para leer a los clásicos; buscar, de algún modo, lo que esas obras tienen de vigentes? Piénsese que, de obras clásicas o con algunos años en el cuerpo, algo se encuentra en tiendas cada vez más escasas: espacios grandes con posibilidad de arriesgarse y de utilizar espacios en títulos que no se venderán durante varios años. ¿Es razonable esto? ¿No valdrá la pena volver sobre ciertos libros perennes, o es ello una nostalgia elitista que poco dice en el mundo actual?

Se me disculpará hacer un rodeo personal para responder estas interrogantes. De los libros que yo leí durante este año, menos de diez fueron novedades de 2015. De estos últimos, me quedo con uno o dos cuya lectura valió todas las horas dedicadas. Pero las otras lecturas meritorias fueron, principalmente, libros que ya tienen varias décadas: “Pastoral americana” (1997) o “Conversación en La Catedral” (1969), “El pasado de una ilusión” (1995), “El maestro Juan Martínez que estaba allí” (1934) o “Los ríos profundos” (1958) son libros que no dudaría en recomendar. Son, a todas luces, algunas de las mejores obras que leí durante el 2015.

Las novelas de Roth y Vargas Llosa son capaces de mostrar cómo un hombre común resiste algunos embates de la vida, y cómo tropieza ante dificultades monumentales; el ensayo de Furet ilumina la manera en que la cumbre de la civilización europea cayó embobada ante una ideología que, cuando se hacía realidad, parecía (literalmente) un infierno; el testimonio recogido por Chaves Nogales o la novela de Arguedas dan a la lengua española una precisión que, con el sabor de la oralidad, habla a todo hombre. Sin embargo, al no ser obras contingentes, ya no tienen demasiado espacio en nuestros medios de comunicación. ¿Pero no tienen cada una, acaso, muchas razones para volver a leerse hoy? ¿Están mudas, acaso, ante los hombres y mujeres del siglo XXI? ¿No serán importantes, acaso, para aquello que decía Allan Bloom, que la buena formación se realiza leyendo buenos libros?

Si consideramos que las obras clásicas de la literatura -o las humanidades en general- son aquellas que tocan la cumbre de la expresión estética y antropológica, que nunca pierden su elocuencia para aludir a las preguntas centrales de todo hombre y que permiten comprender mejor la condición humana, es un grave error abandonarlas por poco relevantes. En un mundo que avanza a una velocidad cada vez más asombrosa, debemos resistirnos a que los grandes libros queden olvidados por la abundancia de los presentes. Debemos ser capaces de volver los ojos sobre esos libros que corren el riesgo de olvidarse: no solo esas catedrales de la literatura como son Dante, Shakespeare o Cervantes, sino aquellos clásicos que, sean del siglo que sean, siguen hablándole al hombre presente. Como señaló Harold Bloom en “El canon occidental”, leer a los buenos escritores no nos convertirá en mejores ciudadanos: “El estudio de la literatura, por mucho que alguien lo dirija, no salvará a nadie, no más de lo que mejorará a la sociedad. Shakespeare no nos hará mejores, tampoco nos hará peores, pero puede que nos enseñe a oírnos cuando hablamos con nosotros mismos”. De ahí, por tanto, la importancia de acercarse a los libros que, aunque no aparezcan en los índices o rankings, nos hacen afinar el oído para comprendernos de mejor manera.

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