Columna publicada en El Líbero, 29.12.2015

El 2015 se va y, como siempre en esta época, llega el momento de los balances. El año no fue fácil para Chile, y aunque quisiéramos recordarlo sólo por haber ganado, por primera vez en la historia, la Copa América, este hito no es lo suficientemente poderoso como para eclipsar los bullados escándalos de corrupción: primero fue el caso Penta, luego Soquimich. El caso Caval fue especialmente sensible, porque significó un golpe irreparable a la imagen de Michelle Bachelet. Hacia el final del año supimos de una colusión que se sumó a las  farmacias y los pollos: esta vez fue CMPC. Finalmente, para cerrar un año marcado por la deshonestidad de nuestros notables, el presidente del fútbol, Sergio Jadue, terminó huyendo a Miami. Año negro en términos de probidad.

Teóricamente, el problema de la deshonestidad pública es sobre todo la erosión de la confianza. Y, ante la desconfianza, la sensación de impunidad, la falta de incentivos para ser buenos ciudadanos. Desde luego, para el ciudadano medio, ese que siente que todos le roban, desde el Presidente hasta el que le vende el papel higiénico, los motivos para pagar el Transantiago y respetar las leyes en general tienden a difuminarse. La pregunta, entonces, es cómo podemos vivir en sociedad si no confiamos los unos en los otros y, especialmente, si no confiamos en aquellos a quienes hemos entregado la conducción del país y sus instituciones. Por lo mismo, la crisis de desconfianza debe ser atacada de raíz.

Para esto, tal vez convenga notar que el problema de la deshonestidad, aunque sea más grave en sus consecuencias cuando es cometido por quienes están a la cabeza de Chile, no es un defecto exclusivo ni de políticos, ni de empresarios, ni de dirigentes deportivos, sino que se ha extendido como un mal que afecta a nuestra cultura hasta niveles más profundos que lo que solemos admitir. El 25% de evasión del pasaje de Transantiago es una muestra elocuente de ello. Otro síntoma, más difuso en cierto sentido, pero más palpable en otro, fue la reacción del Estadio Nacional en pleno, en medio de la Copa América, una vez que saltó a la cancha un seleccionado que acababa de chocar su Ferrari manejando a exceso de velocidad, en estado de ebriedad, poniendo en riesgo su vida, la de su familia y la de otros. El estadio lo recibió con una ovación. ¿Qué está detrás de ese fenómeno? Quizás estamos más dispuestos de lo que reconocemos a transar nuestros principios éticos por lograr los resultados que deseamos.

Si lo anterior es plausible, enfrentar la corrupción exige un esfuerzo de todos. Aquí conviene recordar las palabras de Gandhi, quien nos recordaba que no existe un sistema tan perfecto que nos evite a todos el esfuerzo de ser buenos. A veces parece que nos entregamos por completo a recetas institucionales o sistémicas. Parecemos pensar que basta con disponer las estructuras adecuadas para resolver todos los problemas. Desde luego, hay soluciones institucionales, estructurales y sistémicas por aplicar, y son importantes. Pero nunca ellas podrán sustituir la virtud, y ningún “modelo” ―ni el vigente ni el “otro”― nos va a eximir de la responsabilidad de actuar correctamente. Esto, por cierto, atañe muy especialmente a los líderes y a las diversas élites políticas, económicas y culturales del país; pero nos involucra verdaderamente a todos.

Si queremos que el 2016 sea un año mejor, está en manos de todos empezar a vivir ese mejoramiento general de nuestra vida común. No le echemos la culpa al empedrado.

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