Columna publicada en Pulso, 23.11.2015

Frente a la masiva reacción de repudio a los atentados en París, hubo quienes elevaron una voz crítica a la hipocresía occidental, que consideraría que un muerto en la capital francesa vale más que una víctima del terrorismo en Damasco o Beirut.

Aunque ciertamente las reacciones no fueron equivalentes, y de hecho somos muchos quienes pareciéramos habernos acostumbrado -por desidia, indiferencia o frivolidad- a la violencia en Medio Oriente y a la persecución religiosa, dicha reacción no toma en cuenta el carácter simbólico de la capital francesa. Un ataque del Estado Islámico (EI) en París es un ataque al corazón de las democracias occidentales. Aunque antes del 13/11 hubo y seguirá habiendo ataques más mortíferos, aquel día marca un punto de inflexión para la civilización occidental.

En este escenario es ineludible preguntarse por las condiciones que posibilitan la mantención de nuestra democracia. El libro “Los fundamentos conservadores del orden liberal”, de Daniel J. Mahoney, recientemente publicado por el IES, esboza interesantes respuestas a dicho desafío. En este ensayo, el autor se pregunta acerca de las condiciones que permiten un sostenimiento de nuestro orden político liberal a lo largo del tiempo, teniendo en cuenta que los mecanismos propios de la democracia -el consentimiento como principio de legitimidad- no son suficientes por sí mismos. Y para preguntarse por la democracia, el autor no esquiva en ningún minuto la definición de la libertad: a pesar de lo equívoco y amplio del término, el libro busca acometer una definición que comprenda libertad como algo más complejo que la pura ausencia de coacción, y que permita a los hombres iluminar su actuar a partir de las lecciones de la historia y de diversas tradiciones intelectuales y políticas.

La tendencia moderna de extender la democracia a todos los ámbitos de la vida humana, dice Mahoney -siguiendo a su vez a Tocqueville-, expone a los hombres a un abismo, a un “vértigo sicológico y espiritual que abre paso ya sea al nihilismo o al conformismo, con todas sus consecuencias políticas contrarias al liberalismo”.

El nihilismo, por un lado, es mucho más que la falta de creencia: es un concepto complejo que permite entender las corrientes totalitarias del siglo XX como aquellas que niegan la condición libre y la dignidad de todos los hombres. Se comprende, por tanto, como una pérdida de fe hacia la condición humana, y obliga, como reacción, a no perder de vista algunos horizontes de sentido que orienten al hombre más allá de visiones deterministas o utilitaristas de la historia.

Sin embargo, la democracia tiene también el riesgo de caer en el letargo o somnolencia de sus gobernados. La extensión a todos los ámbitos de la vida de las leyes del consumo y del consentimiento -como si para conformar una comunidad política basten meras declaraciones de complacencia- lleva a las democracias occidentales rápidamente a la desafección. De este modo, el escepticismo ante la representación política y la dificultad de las instituciones para servir de cauce y consenso entre diversos modos de vida es el origen y la consecuencia de esa indiferencia hacia la actividad política y, en general, hacia las cosas públicas.

El texto de Mahoney no solo expone los principales debates teóricos en torno a los conceptos mencionados, sino que los ilustra con hechos históricos y con textos y discursos de importantes políticos e intelectuales que enfrentaron dichas discusiones. Por tanto, en el libro van y vienen personajes esenciales para comprender el devenir de la democracia en el siglo XX: las acciones de políticos como Charles de Gaulle o Winston Churchill, y las reflexiones de intelectuales como Alexandr Solzhenitszyn o Raymond Aron sirven al autor como ejemplo concreto de un debate que, si bien necesita alto vuelo, no puede aislarse de la acción política. Ante un agitado siglo XX -no solo por las guerras mundiales, sino sobre todo por una pugna ideológica que persistió durante varias décadas-, dichos hombres fueron lúcidos para defender una sólida comprensión de la libertad humana ante los embates de los maximalismos ideológicos del comunismo y del capitalismo.

Quizá la principal lección que nos deja Mahoney es la siguiente: la democracia occidental necesita de un compromiso intelectual y político mayor, pues los extremismos religiosos o los nacionalismos exacerbados amenazan la fragilidad del orden político europeo, y las tradiciones religiosas e intelectuales parecen sucumbir ante nuevos intentos de definir la sociedad desde la tabula rasa revolucionaria.

En este contexto, el libro de Mahoney puede ser un interesante antídoto. Por un lado, prende luces donde el nihilismo y el letargo amenazan a la democracia y, por otro, obliga a mirar cómo la mejor tradición occidental se hizo cargo de conflictos recientes que amenazaron al hombre. Si nuestros políticos y hombres públicos se detuvieran siquiera un momento a reflexionar sobre estos fundamentos, ya sería un gran logro.

Ver columna en Pulso