Columna publicada en Qué Pasa, 20.11.2015

Ahora que se puso de moda hablar de ética en los negocios, dada la serie de escándalos por colusión y los detalles sabrosos de algunos casos que incluyen hasta computadores al fondo del canal San Carlos, hay dos temas relacionados entre sí a los que valdría la pena volver: primero, el de la visión antropológica detrás de nuestras instituciones económicas y, segundo, el de la estructura de incentivos para la acción de los agentes dentro de esas instituciones. La relación entre ambas cosas está dada porque las estructuras de incentivo se crean en base a una idea de los fundamentos de la motivación humana. Pero vamos paso a paso.

Alguna vez le reproché a José Ramón Valente, en una columna titulada “Los arándanos de la ira”, el promover una visión economicista del comportamiento humano. Ahí yo argumentaba, siguiendo al antropólogo James Scott, que el mercado es “un sistema formal de coordinación dependiente de sistemas más amplios de relaciones sociales cuyo propio cálculo no puede abarcar y que él mismo no puede crear ni mantener”. En otras palabras, que la sociedad y el mercado no son lo mismo, y que quien confunda ambas cosas sin duda se va a meter en problemas. Todos se dieron cuenta, por ejemplo, de que la correcta operación de la economía dependía de la confianza una vez que esa confianza se esfumó. Y ahora también nos damos cuenta de lo difícil que es recuperarla y lo impotente que resultan, por sí solas, las gestiones del sistema económico para ello.

En la misma columna señalé que el problema del economicismo es que creaba sesgos que, a su vez, implicaban riesgos éticos si es que no eran equilibrados con la formación en otros puntos de vista. Luego, mi alegato no era en contra de que la economía fuera “economicista” (¿Qué podría ser?), sino de que se formara a las personas en economía con la pretensión de estarles enseñando los secretos últimos de la naturaleza humana. Sin humildad, la mirada económica puede ser destructiva.

Un ejemplo de distorsión destructiva lo podemos encontrar en las estructuras de incentivos que las empresas crean para “motivar” a sus empleados. Estas estructuras, al igual que las del sector público, son denunciadas por Jesse Norman como fundadas sobre una visión estándar del hombre que lo pone como “un ser perfectamente racional, codicioso, temeroso e hipersensible a los costos y ganancias marginales”. Una especie de rata ansiosa por obtener un queso. Estas características constituyen una imagen del hombre que Norman llama “el yo pasivo”, movido simplemente por estímulos externos.

Estos estímulos externos de corto plazo, argumenta, pueden resultar cuando se trata de tareas simples y rutinarias. Pero en casi todos los demás casos tienen efectos desmoralizantes, estresantes, cortoplacistas y reñidos con la ética. ¿Por qué?, porque cuando alguien es tratado de una cierta manera comienza a convertirse en la imagen de ser humano que inspira ese trato. Luego, muchos casos de mala conducta en el mundo de la empresa no son más que profecías autocumplidas. Y es eso lo que quizás explica la incapacidad de muchas de las personas atrapadas en estos chanchullos para reconocer su culpa.

La moraleja es que harían bien las empresas en darse un tiempo para pensar sus estructuras de incentivos desde una visión más integral del ser humano (lo que Norman llama “motivación 3.0”) si no quieren lamentar escándalos futuros. Hay que recordar que la culpa nunca es sólo del (tratado como) chancho.

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