Columna publicada en El Líbero, 13.10.2015

Además de lo impresentable que resulta que la negociación de un pacto que afectará nuestra vida económica haya sido secreta, las primeras señales que arroja el Acuerdo de Asociación Transpacífico (llamado TPP por sus siglas en inglés) resultan particularmente preocupantes en el ámbito de la propiedad intelectual.

Tal como ha destacado la organización civil Derechos Digitales, la última versión del acuerdo extiende el plazo de protección de los derechos de autor a 20 años, refuerza al extremo las medidas de persecución civil y criminal contra las personas que con o sin dolo infrinjan esos derechos, traspasa una enorme carga de procedimientos a los sistemas policial y judicial y restringe fuertemente la adopción de excepciones y limitaciones al derecho de autor.

Mirado cínicamente, es obvio que un país como Estados Unidos, que produce cada vez más conocimientos y menos bienes tangibles, haga una movida como esta y trate de incluirnos en ella. Sin embargo, se supone que es una nación que también cree en la libertad y en la propiedad como motores del progreso humano. Y resulta que la naturaleza de los derechos de propiedad intelectual no es la misma que en el caso de la propiedad tangible, y en muchos casos podrían surgir conflictos entre ambas.

En efecto, la naturaleza de la propiedad intelectual, en vez de residir en la escasez natural de los bienes, se sostiene directamente en la capacidad del Estado para reprimir la reproducción no autorizada del bien protegido. La razón para esta represión radica en una política de incentivo a la creación orientada a permitir que los creadores -o los dueños de los derechos sobre su obra- tengan la posibilidad de recibir una retribución por invertir tiempo y dinero en generar el bien de naturaleza intelectual que es protegido por una determinada cantidad de tiempo.

Si bien a primera vista puede parecer justo que se incentive la creación y que nadie se beneficie de mala manera del esfuerzo de otro, el problema es que la intrusión en la esfera privada que debe ejercer el Estado para reprimir la copia no autorizada de estos bienes debe crecer al ritmo del avance y socialización de los medios de reproducción técnica de los bienes protegidos. Es decir, debe ser tan grande como sea la capacidad de copiar esos bienes, que en nuestra época es enorme. Tanto, que vuelve la propiedad intelectual contra la tangible, pues el Estado pasa a estar siempre pesquisando en ella (en nuestros computadores, en nuestras semillas, en nuestros libros, etcétera) que no haya violaciones de las leyes de propiedad intelectual.

Las preguntas que surgen, entonces, son ¿qué bienes pueden estar sujetos a las normas de propiedad intelectual y bajo qué régimen? ¿Quién debe cargar, y en qué medida, con el riesgo de la reproductibilidad técnica de bienes sujetos a la protección de las leyes de propiedad intelectual? ¿Cuál es el límite de intervención legítimo en la privacidad de las personas para evitar la reproducción de estos bienes? El asunto, obviamente, es muy complejo, ya que no es lo mismo una semilla que un remedio o una producción musical, así como tampoco lo es el derecho de patentes, los derechos de autor, el secreto industrial o las marcas registradas, pero sus raíces son comunes.

Así, no es posible que hoy asuntos marcados por estas preguntas, como el Acuerdo de Asociación Transpacífico, no pasen por un debate público serio, al menos entre expertos, donde se pueda sopesar el riesgo real que estas normativas suponen a la libertad de los ciudadanos. El periodismo tiene, obviamente, una responsabilidad en esto.

Todo indica que la importancia de este asunto solo será creciente en un mundo donde la producción intelectual es uno de los ejes de las economías desarrolladas, las cuales, legítimamente, exigen legislaciones adecuadas a esos intereses a los países menos desarrollados. Sin embargo, esa exigencia debe ser puesta en la balanza con las libertades (incluyendo, por ejemplo, la libertad en internet) respecto a las cuales la propiedad se supone que está al servicio, y no al revés.

El peligro de no tomarnos hoy en serio los desafíos que nos impone buscar una regulación inteligente de la propiedad intelectual, es estar generando un nuevo espacio de posibles abusos del cual nos arrepentiremos en el futuro. Esto sin mencionar el daño al Estado de derecho y a la propiedad tangible -además de los costos de oportunidad- que podrían surgir del hecho de entregar al Estado facultades de fiscalización arbitrarias e intrusivas. Finalmente, este debate se inscribe en una discusión mayor respecto de la configuración actual de ciertos aspectos del régimen capitalista y sus implicancias para las libertades individuales, que se supone que deberían estar en su centro, pero que muchas veces se ven atropelladas por la confluencia de intereses económicos e intereses políticos. Discusión que los que se dicen defensores de las libertades en Chile no deberían seguir postergando.

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