Columna publicada en La Tercera, 14.10.2015

El último libro de Alfredo Jocelyn-Holt, La escuela tomada. Historia / Memoria 2009-2011, nos ofrece un impresionante fresco, desde una mirada muy personal, sobre los sucesos que han sacudido en los últimos años a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

El texto presenta una galería de personajes y momentos que funcionan como un formidable laboratorio político. A ratos, la narración adquiere una rara intensidad, pues Jocelyn-Holt quiere transmitirnos que allí, en esa toma, se jugó algo decisivo para Chile. Aunque el libro tiene algo de barroco (las notas, por ejemplo, son tan instructivas como agotadoras), constituye un testimonio de primera mano de una crisis interna que, a la larga, tendría consecuencias sobre todo el país.

La tesis subyacente es que las movilizaciones del año 2011 (y todo lo que viene después) no se entienden sin el antecedente de la toma de Derecho el 2009. Hay algo incómodo en esta idea porque en el origen de dicha toma hay muy poco de racionalidad y bastante de fuerza. En el fondo, el autor la describe como el intento de un grupo minoritario por imponer sus propios términos si acaso el orden establecido no satisface sus expectativas. Quizás estamos tan acostumbrados que lo hemos olvidado, pero una toma es siempre un hecho que busca suplantarse al derecho. De este modo, todo “tomismo” tiene un compromiso meramente instrumental con la democracia, y es fáctico por definición: si el resultado no me gusta, paso a la fuerza. Esto revela una mentalidad no muy alejada del fascismo (bien sabemos que el fascismo puede ser de izquierda o de derecha).

En ese contexto, Jocelyn-Holt es el observador perplejo de un proceso que llevó a muchos a aceptar esta dialéctica, en la que poco importan los medios, las reputaciones personales y las instituciones. Por dar un solo ejemplo, ¿qué ambiente tiene que haber en una Facultad para que alumnos arrojen un perro a la sala de clases de una profesora que no piensa como ellos? (p. 215). El autor -más allá de sus juicios excesivos y de sus obsesiones personales- tiene una ventaja innegable para contarnos esta historia: no es progresista y, por lo tanto, no cree en las virtudes intrínsecas de la juventud o de los procesos históricos. No cree que el futuro justifique el presente, y de allí su independencia de juicio. En el fondo, y a diferencia de tantos otros, Jocelyn-Holt nunca ha estado dispuesto a abdicar de sus responsabilidades, las propias del profesor respecto del estudiante y del adulto respecto del adolescente: su oficio implica deberes que no se pueden transar.

Desde luego, a partir de la lectura surgen algunas preguntas inquietantes: si nuestra situación actual es de algún modo tributaria de las movilizaciones estudiantiles del 2011, ¿en qué medida seguimos siendo presas de la lógica de lo fáctico? ¿Hasta qué punto hemos asumido irreflexivamente lo que algunos han querido imponer por la vía de los hechos, sin argumentos de peso? Puede pensarse que no llegaremos demasiado lejos mientras no tengamos el coraje de formular y enfrentar estas preguntas en toda su radicalidad.

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