Columna publicad en Pulso, 20.10.2015

Resulta interesante que alguien tan escéptico como Emil Cioran rescatara el valor de las utopías, pues despiertan el entusiasmo en sociedades entumecidas y rezongonas. Sin embargo, advierte del riesgo que ellas entrañan, pues creyendo en la perfectibilidad indefinida del hombre pueden caer en un voluntarismo de final incierto.

El Gobierno de Bachelet, remitiendo a una seudo utopía, ha demostrado una inusitada capacidad para despreciar las voces disidentes a su programa. Desoyendo las críticas y proponiendo un objetivo lejano, hay en él ciertos ecos de las “planificaciones globales” a las que aludía Góngora. Así, se han ignorado razonables objeciones a algunas reformas, llegando al paroxismo en el caso de la gratuidad universitaria. No solo se han desestimado las críticas de muchos rectores, sino que también se han hecho oídos sordos a situaciones incomprensibles, como la de aquel medio millón de jóvenes que, matriculado en la educación técnica, se vuelve invisible. La pregunta, entonces, es ¿para qué dejarse llevar por el entusiasmo e improvisar una reforma que debiera regir por varias décadas, pudiendo elaborarla con algo más de detención? Es cierto que hay que comenzar por algún lado, pero las políticas públicas en educación deberían pensarse a largo plazo, y no son el lugar para introducir cambios ideológicos del gobierno de turno.

La improvisación y el apuro del Ejecutivo por echar a andar una reforma que nadie comprende es alarmante -para qué decir el hecho de que estamos reinventando toda la sociedad al mismo tiempo. Esto revela un afán de planificar desde la burocracia estatal todo el sistema educacional, y también una enorme desconfianza en las instituciones propias de la sociedad civil. En el caso de la educación superior, se ha tratado de apagar el fuego con bencina: en vez de combatir el problema de las universidades de cartón, se amenaza un sistema complejo que, junto con problemas reales, tiene a algunas universidades chilenas dentro de las mejores de la región. Con la excusa de eliminar el lucro, las arcas de algunas casas de estudio se llenan de incertidumbre; con la excusa de la gratuidad, se fijan los aranceles y los costos de toda la educación (para no mencionar el descalabro económico que amenaza a ciertas áreas de investigación); con la excusa de mejorar el acceso y la inclusión, se quieren reinventar todas las reglas del juego. Para qué decir el riesgo que entraña todo esto para la autonomía universitaria: aunque la ministra ha afirmado que nadie corre riesgo por ese lado, es difícil que quien pone el dinero renuncie a poner la música.

Nos preparamos, una vez más, para recorrer los inciertos caminos de lo imposible. Como decía Emil Cioran, “la utopía y los utopistas han tenido un aspecto positivo […], el de llamar la atención sobre la desigualdad de la sociedad y urgir a remediarla”. Los grandes ideales nos cautivan y nos comprometen con la acción; son necesarios para la política pues, en busca de la bondad y la justicia, mueven las voluntades hacia un fin compartido. El filósofo rumano continúa: “No actuamos más que bajo la fascinación de lo imposible: lo que equivale a decir que una sociedad incapaz de dar a luz una utopía y de entregarse a ella está amenazada por la esclerosis y la ruina”. Sin embargo, toda utopía entraña un riesgo, en la medida que nos inclina a la desmesura y le resta importancia al consenso y al avance paulatino de las cuestiones de la sociedad. “Creo que lo que me ha alejado finalmente de la tentación utopista”, termina Cioran, “es mi gusto por la historia, pues la historia es el antídoto de la utopía”. La historia nos obliga a mirar la realidad y tomar nota de nuestros errores; de allí la importancia de atender a nuestro pasado.

Precisamente, lo que ha faltado en este debate es el equilibro entre la utopía y la realidad. Encandilados por un mundo posible donde todos acceden a una educación gratuita y de calidad, hemos reflexionado poco sobre las bases de ese proyecto: no medimos bien la importancia de proyectos educacionales robustos y coherentes, ni comprendemos la autonomía y la independencia económica que necesita, en la universidad, la búsqueda por traspasar las fronteras del conocimiento.

Cuando el Estado intenta tomar las riendas de la educación, dibuja a trazos muy gruesos lo que las mismas instituciones logran matizar y aterrizar con mayor cuidado. Esta utopía, proyecto total y renovado de una sociedad que se ha ido constituyendo lentamente a lo largo de la historia, no es más que una enorme desconfianza en la política.

Quizá lo peor de esta planificación global de la Nueva Mayoría es que ella echa por el suelo las demandas que desde el año 2011 han hecho crujir nuestra sociedad: la reivindicación de lo político. Una mejor política no se arrodilla ante los alegatos adolescentes de unos pocos. Obliga a proponer ideas y ponderarlas en el debate público, implica poner en el centro las necesidades de justicia con los más necesitados y velar por un proyecto de sociedad que, a largo plazo, nos permita avanzar hacia el desarrollo. Las reformas que asoman hoy en día en la agenda universitaria están lejos de eso: discriminan en gran medida a aquellos que optan por la educación técnica, intervienen las universidades y plantean incertidumbres a las instituciones que heredarán las siguientes generaciones.

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