Columna publicada en Chile B, 09.10.2015

El proyecto de gratuidad universitaria anunciado por el Gobierno amenaza con poner en jaque nuestro sistema de educación superior. Nadie está conforme, y con razón, porque se ha puesto en evidencia el sesgo ideológico y la improvisación del Ejecutivo en estas materias. Por de pronto, las reglas de juego no están claras: se desconoce el mecanismo bajo el cual se implementará la propuesta. Lo único que sabemos es que “el próximo año los estudiantes que pertenezcan al 50% más vulnerable del país, que estudien en entidades que no tengan lucro y que cumplan criterios de acreditación y participación no van a pagar su educación”.

Los detalles concretos sobre cuáles serán estos requisitos, cuántos serán los alumnos beneficiados y la cantidad de recursos que recibirán las instituciones que se acojan al proyecto se informarán en diciembre. Cualquier universidad mínimamente seria ya ha planificado su año 2016 a esas alturas y, por tanto, la incertidumbre dista de ser trivial.

Algunos planteles, además, miran con preocupación la pérdida de autonomía que implicaría someterse a las condiciones que plantea la gratuidad: fijación de aranceles regulados, cambios al sistema de administración y gobierno, reformulación de los programas de estudio, acortar las carreras, impulsar una relación directa entre el Estado y el alumno (sin mediación de la universidad), entre otras consecuencias. Esto se parece bastante a dejar de ser lo que son y pasar a convertirse en universidades estatales sin posibilidad de llevar adelante sus proyectos educativos propios.

El nuevo sistema de financiamiento tampoco parece adecuado. Los aportes destinados a las universidades para cubrir la gratuidad, según la información disponible, podrían resultar insuficientes para cubrir los gastos, sobre todo para aquellas que no reciben aportes basales del Ministerio de Educación. Eventualmente esto podría significar o la quiebra de muchas casas de estudio ­—como lo ha advertido el Rector de la Universidad Alberto Hurtado— o, el otro escenario, una significativa reducción del tamaño de ciertos planteles, lo que sin duda afectaría su calidad académica y sus perspectivas de expansión en diferentes ámbitos.

Todo esto raya en el absurdo cuando recordamos que el objetivo de esta reforma, supuestamente, es terminar con las desigualdades en la educación superior. En efecto, los análisis preliminares muestran que el nuevo sistema puede llegar a ser más segregado que el actual. Las universidades que no puedan o no quieran acogerse a la gratuidad sólo podrán aceptar alumnos con mayores recursos, pues ya no habrá posibilidad de optar a becas o a créditos.

Si aquello que se pretende es beneficiar a los sectores más vulnerables, es incomprensible que la mayor parte de las instituciones de educación técnica queden fuera de la nueva política, siendo que el 85% de sus estudiantes pertenecen a los dos primeros quintiles.

Naturalmente tenemos problemas, pero Chile puede enorgullecerse de su sistema universitario, de su calidad y prestigio, que ha permitido a algunas de sus instituciones ubicarse en el primer lugar a nivel latinoamericano y dentro de los mejores rankings a nivel mundial. Ciertamente es necesario implementar cambios estructurales para corregir ciertas injusticias —algunas muy profundas— presentes en el actual modelo. Sin embargo, la premura por llevar a cabo una reforma de tal magnitud, sin considerar todos los elementos que están en juego, no sólo impide avanzar hacia una mejor educación, sino que además pone en peligro los logros alcanzados. Por el bien del país, es necesario buscar otro camino.

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