Columna publicada en La Tercera, 02.09.2015

La súbita irrupción de Ricardo Lagos puede ser leída como una prueba más de cuán desierto se encuentra nuestro espacio público nacional. Treinta años después de haber apuntado con el dedo a Pinochet, y diez después de haber terminado su mandato, Lagos sigue ejerciendo un embrujo tan enigmático como transversal. Más allá de  la simpatía que pueda inspirar (o no) su figura, es difícil negar que su palabra tiene una fuerza curiosa: es relevante políticamente, posee orientación y calado.

El contraste es violento, porque -en general- la palabra pública es cada vez más irrelevante. Nos hemos ido acostumbrando a una vociferación constante y a una palabrería vacía que no imprime dirección ni liderazgo. Nuestros políticos hablan mucho, pero dicen poco: sus palabras apenas rozan la realidad. La confusión actual que reina en el espacio público parece guardar relación precisamente con esto: la palabra ha perdido su capacidad ordenadora, y hoy conduce más bien al desconcierto.

La política es ante todo el arte de la palabra; pero ya no confiamos en su fuerza ni en sus posibilidades. Quienes escuchan ya no creen, pues se sienten engañados (lo que no puede sorprendernos: nuestros representantes llevan meses transitando entre las explicaciones irrisorias y la mentira descarada). Por otro lado, quienes hablan deben multiplicar los artilugios para intentar superar esa desconfianza, pero la distancia entre su prédica y su acción parece insalvable. Por lo mismo, no es casual que sean más interesantes las declaraciones en sede judicial que los puntos de prensa: los fiscales logran aquello que la política no.

En ese contexto, no es raro que baste el susurro de Lagos para que todos pongamos atención, pues siempre intenta decir algo, intenta ordenar y encauzar al mostrar un horizonte compartido. De más está decir que esto no lo hace perfecto, pues su discurso también presenta contradicciones y problemas severos: ha variado de posición en cuestiones sustantivas sin mediar explicación (voto obligatorio y regionalización, por mencionar sólo dos), su gobierno no estuvo libre de corrupción, y hay muchas dificultades actuales que germinaron en su mandato (sistema de crédito universitario, problemas en La Araucanía, para no hablar del tren al sur). Con todo, su palabra cala porque tiene una visión del país que le permite comprender la especificidad de lo político, mientras que sus rivales (Piñera y Bachelet)suelen enredarse en discusiones estériles más referidas a mecanismos que a proyectos.

Desde luego es improbable que todo esto le alcance para regresar -la lucha por el poder será demasiado ruda para la alta idea que Lagos tiene de sí mismo-, pero al menos deja en claro la distancia sideral que media entre él y los otros. De modo tácito, el gesto contiene una crítica brutal: nuestros dirigentes actuales no saben hablar ni saben conducir. Se supone que se dedican a la política, pero en el fondo no saben de ella, no conocen su oficio. Más allá de la altanería implícita, el diagnóstico de Lagos, por desgracia, no anda muy descaminado.

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