Columna publicada en Chile B, 23.09.2015

Siguiendo los análisis y encuestas de las últimas semanas, no es descabellado pensar que las elecciones presidenciales de 2017 se definan entre Ricardo Lagos y Sebastián Piñera. De ser así, dos ex presidentes ─Bachelet y el ganador del 2017─ terminarían ocupando en períodos continuos la primera magistratura. El escenario sería inédito, pero sólo vendría a consolidar una tendencia cada vez más acentuada: una ex presidenta, Michelle Bachelet, sucedió a Sebastián Piñera, quien a su vez alcanzó el gobierno derrotando a otro ex presidente, Eduardo Frei. Desde luego cada uno de los involucrados tiene sus méritos, pero el fenómeno es representativo de la bullada escasez de liderazgos y falta de renovación política.

Con todo, quizás lo más interesante vaya por otro lado. Pese a los recesos y prórrogas, Chile iniciará en un futuro más o menos cercano la discusión constitucional más importante desde el retorno a la democracia y, por ende, en algún momento se hará inevitable el debate sobre los contenidos, esto es, sobre las modificaciones en específico que se buscarán introducir a nuestro orden institucional.

En este contexto, y considerando, por una parte, la progresiva tendencia de nuestros ex mandatarios a volver a competir por el sillón presidencial, y por otra, lo breve que resultan 4 años para ejecutar un programa de gobierno, tal vez es hora de analizar en forma seria la posible reelección del Presidente en ejercicio, al modo que ella se utiliza, por ejemplo, en Estados Unidos.

Por supuesto se trata de realidades muy diferentes, pero las circunstancias señaladas invitan a ponderar las ventajas e inconvenientes de una modificación como la descrita. Es decir, que el Presidente en ejercicio tenga la posibilidad de ser reelegido para el período inmediatamente siguiente, y sólo para ese período, sin poder volver a postular en el futuro.

De la mano de lo que decíamos antes, hay al menos dos razones para tomarse en serio esta idea. La primera dice relación con lo difícil que se está haciendo gobernar una sociedad cada vez más compleja como la chilena. La mirada de corto plazo impide abordar de modo adecuado asuntos que exigen una perspectiva de más largo aliento (sucedió en el pasado con nuestros problemas energéticos, acontece hoy en día con el envejecimiento de la población). Todo indica que el cortoplacismo se ve alentado cuando hay elecciones en períodos tan cortos y, a la inversa, que el sólo hecho de vislumbrar eventuales 8 años para gobernar puede resultar positivo a este respecto.

La segunda razón consiste en la extraña situación en la que quedan los ex presidentes bajo el marco vigente. Ellos no pueden volver a postular para el período inmediatamente siguiente, pero sí después: es lo que sucedería con Lagos y Piñera. Pues bien, dada la importancia histórica y simbólica de la presidencia, y sumando además la crisis de los partidos y de la política en general, nada hace prever que el panorama cambiará. Los ex presidentes seguirán siendo actores muy relevantes de la política nacional, y probablemente candidatos hasta el final de sus días (es, de hecho, lo que varios analistas y políticos dicen que sucederá con Sebastián Piñera).

En ese sentido, darles la posibilidad de reelegirse inmediatamente, pero al mismo tiempo terminar con sus eventuales elecciones futuras, puede ayudar más de lo que parece a la renovación política y, por paradójico que parezca, a disminuir la primacía absoluta de la figura presidencial.

Ese último punto no es trivial. Una modificación como la aquí planteada no puede afrontarse en forma aislada. Ese ha sido el error de las reformas políticas de los últimos años ─el voto voluntario es el ejemplo más claro─, y desde luego no cabe volver a tropezar con la misma piedra. Esto implica revisar el manejo de las urgencias legislativas (¿por qué no compartirlas con el Congreso, al menos en ciertas materias?), las facultades de cada una de las cámaras, y un largo etcétera. Sin embargo, nada de ello impide empezar a preguntarnos si, dada la realidad política chilena, no es mejor asumir a cabalidad la importancia del Presidente, permitiendo su reelección, pero oxigenando a la larga el sistema político en su conjunto.

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