Columna publicada en El Líbero, 01.09.2015

Crisis. Esta ha sido la palabra más repetida en los análisis políticos del último tiempo. Esos análisis, por cierto, suelen afirmar que la crisis no se origina —sino más bien explota— con los casos Penta, SQM o Dávalos-Luksic; pero, más allá de esa constatación, nadie parece saber a cabalidad cuáles son sus causas. Desde luego, el fenómeno no admite una única respuesta. Por de pronto, el escenario actual le debe mucho a la chapucería, a la falta de rigor técnico (un buen ejemplo de ambas es la reforma universitaria) y a las explicaciones irrisorias (“asesorías verbales”, “protocolos” para borrar discos duros y varias más). Sin embargo, también es posible pensar que existen problemas de fondo, más profundos, sin los cuales no habríamos llegado hasta aquí. Digámoslo de este modo: la democracia exige disposición al diálogo y a la deliberación razonada, y no hay resorte institucional que resista sin ellos.

Como ha explicado Mary Ann Glendon, una auténtica democracia es una empresa colectiva que depende en gran parte de la calidad y continuidad de la reflexión. Pero nuestra clase dirigente, mal que nos pese, tiende a desvelarse por las cuñas y las performance —las excepciones son cada vez menos—, y últimamente apenas nos escuchamos en el espacio público. Se trata de un problema que, por desgracia, no se agota en la lógica de la retroexcavadora o de Twitter. Por supuesto, ellos no ayudan demasiado, pero su auge sólo manifiesta —este es el punto central— que en algún momento dejamos de tomarnos en serio lo que el otro dice, los argumentos y las razones.

En Chile, bien vale recordarlo, las cosas no siempre han sido de este modo. Sin ir más lejos, hace pocos días recordamos los 30 años del “Acuerdo Nacional”, que nos invitaba a seguir un camino distinto, una senda marcada por el diálogo y desde la cual se creía posible pensar en algo así como un proyecto común. El contexto es sin lugar a dudas muy diferente; pero, guardando las proporciones, hoy también parece necesario llevar adelante un esfuerzo de reconstrucción política y colaboración entre los diversos sectores.

Si lo anterior es plausible, ¿cómo posibilitar un esfuerzo de ese tipo? ¿Cómo ayudar a que, más allá de su color político, a la oposición del momento no le sea indiferente ni menos agradable el fracaso del gobierno de turno? ¿Cómo contribuir, en fin, a volver a pensar en términos de lo común, de aquello que nos afecta a todos? Si acaso es cierto que la palabra y el discurso son la principal herramienta del político, un buen punto de partida puede ser, precisamente, cuidar el lenguaje con el que afrontamos nuestras discusiones.

Piénsese, por dar sólo un ejemplo, en la retórica de los derechos. Estos suelen ser invocados —desde la gratuidad universitaria hasta el aborto— sin previa explicación de por qué estaríamos en presencia, en el caso concreto, de una exigencia de justicia. De hecho, en muchas ocasiones se cree que tales “derechos” debieran prevalecer a priori sobre cualquier otra consideración: es muy estrecha la distancia entre falta de justificación e intentar ganar por secretaría. Todo ello conduce a argumentar en forma circular —no se ofrecen razones en defensa de la propia postura—, cuando no a la condena moral del adversario político, visto como un obstáculo para la consagración del derecho invocado.

Si la política busca posibilitar una deliberación acerca de lo justo y de cómo vivir mejor, no es exagerado afirmar que esa clase de retórica tiende a negar la naturaleza misma de esta actividad. Por lo mismo, debiéramos hacer serios esfuerzos por abandonarla. Quizás alguien dirá que se trata de un asunto más bien básico o elemental; pero nuestras palabras van configurando la esfera pública, y dado su estado y el marasmo en que nos encontramos, bien puede pensarse que es precisamente ahí, a lo elemental, donde debemos apuntar.

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