Columna publicada en El Líbero, 29.09.2015

Todo indica que ya no sólo seremos capaces de evitar el nacimiento de niños que presenten algún tipo de anomalía cromosómica o mutación genética, sino que también podremos elegir rasgos físicos como el sexo y el color de ojos. Y, si la ingeniería genética lo permite ―lo que al parecer sucederá en un futuro no muy lejano según acaba de anunciar la revista The Economist con su portada “Editing humanity”―, también se llegará a crear niños con ciertas cualidades, como determinadas capacidades cognitivas o deportivas.

Hace dos años llegó al mundo Connor Levy, el primer niño nacido después de un análisis genético completo. Para ello se utilizó una nueva línea de investigación llamada “secuenciación de nueva generación” (NGS), que otorgó la posibilidad de escoger aquel embrión con “cromosomas correctos”, para luego ser implantado a la madre mediante fecundación in vitro (FIV). Sus padres comenzaron con 13 embriones, de los cuales tres pasaron el test, y sólo uno -Connor- llegó a la meta. Un niño “genéticamente perfecto”.

El nacimiento de Connor marcó un hito revolucionario; el segundo, lo acaba de anunciar The Economist.

Así, mediante la ingeniería genética se espera mejorar la humanidad de una forma más eficiente y conforme a la decisión de los individuos: es lo que se conoce como eugenesia liberal. Se trata de un fenómeno todavía incipiente, pero que avanza a pasos agigantados, sin que necesariamente haya mediado una reflexión previa sobre los límites ético-normativos que exige la manipulación de seres humanos, más allá de las buenas intenciones que se invoquen en su defensa. Este es el propósito del informe del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES): “Nueva eugenesia. 5 claves para el debate”, recientemente publicado.

En “El futuro de la naturaleza humana”, Habermas ha sostenido que “esta especie de controles de calidad deliberados pone en juego un nuevo aspecto del asunto: la instrumentalización de una vida humana engendrada con reservas por preferencias y orientaciones de valor de terceros”. En efecto, mediante la selección de embriones se decide quién merece un útero para crecer y quién un congelador (criopreservación), o quién debe ser simplemente desechado como un mero desperdicio biológico, un error de la naturaleza. La vida humana, por ende, tiende a someterse a criterios de pura eficacia técnica, lo que supone reducir la dignidad de la persona a un mero valor de utilidad. Los hijos ya no son apreciados por sí mismos ni aceptados incondicionalmente, sino que se convierten en medios para lograr un objetivo: las opiniones, gustos, deseos y decisiones individuales de los padres se transforman en el punto indiscutido de referencia.

Tal vez el principal problema de todo esto es que lleva a perder un elemento inherente a la paternidad, como es, en palabras de William May, la “apertura a lo impredecible”: “apreciar a los hijos como regalos es aceptarlos como vienen, no como objeto de nuestros designios, o productos de nuestra voluntad, o como instrumento de nuestras ambiciones”. El intento por dominar el misterio de la vida puede conducir rápidamente a la desfiguración de la relación entre el padre y el hijo, cuyo amor incondicional no depende de los talentos o atributos del niño. El problema, entonces, es que con este tipo de prácticas la paternidad y la filiación tienden a convertirse en relaciones similares a un contrato; vale decir, sujetas a una serie de requisitos previos que no pueden sino ser arbitrarios, en la medida que asumimos que todos los seres humanos gozan de un igual e inconmensurable valor moral por el solo hecho de ser miembros de la especie humana.

En suma, pareciera imponerse la lógica del mercado en la generación de la vida. Éste ve así extendido su campo de acción a esferas difícilmente reductibles a la pura dimensión económica. El hijo ya no parece ser considerado como un don, sino más bien como un derecho o un medio para satisfacer un deseo. De ahí se desprende que además puedan “fabricarse” niños a la medida, según los requerimientos de quienes quieran obtenerlo —se buscan “buenos genes”— y en el momento que quieran hacerlo, como cualquier bien de consumo. Si la lógica del consumidor es aquella donde sus deseos deben ser inmediatamente satisfechos, es al menos delicado que incluso la configuración genética ―y por tanto, cuestiones relativas a la personalidad― de terceros pase a responder a ese dispositivo. Hay allí un problema moral de la más alta importancia, que no puede ser desdeñado sin más.

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