Columna publicada en La Tercera, 08.07.2015

Marihuana, aborto, adopción por parte de parejas del mismo sexo. ¿Qué tienen en común estas cuestiones que se están discutiendo actualmente en el Congreso? Por de pronto, generan bastante nervio en los sectores más conservadores, que ven con pavor cómo se derrumban los cimientos de su mundo. Pero desde luego nada de eso nos importa mucho: tendemos a pensar que esas preocupaciones son cosa de un pasado oscuro, que la historia se ha encargado de condenar una y otra vez. Con todo, quizás haya otro modo de mirar estos fenómenos. En efecto, la opinión dominante sobre éstos comparte una aproximación bien singular, que consiste en aplicar una receta unívoca a muchas de nuestras dificultades: extender los derechos individuales. Ante cualquier problema, tendemos automáticamente a creer que debemos reducir al mínimo cualquier limitación de la libertad (como en el caso del voto voluntario).

Sin embargo, es posible que contemos con caminos más apropiados que la mera acentuación del individualismo. Puede pensarse que estas materias contienen también una dimensión colectiva que excede las simples categorías individuales. Sabemos, por ejemplo, que la droga destruye familias, que tiene efectos sociales devastadores en el tejido de nuestras ciudades y que esteriliza a buena parte de nuestra juventud. En ese contexto, ¿qué resolvemos legalizando formas de consumo para satisfacer a una porción acomodada de la población? Por otro lado, es indudable que el embarazo adolescente es -sobre todo en los sectores más vulnerables- uno de los problemas más graves que aquejan a nuestro país, y que involucra (de nuevo) a la familia, las relaciones de pareja y al que viene en camino. ¿No es acaso la legalización del aborto un modo solapado de esconder esas dificultades, más que visibilizarlas? ¿Qué estamos haciendo para hacernos cargo de esa realidad? Todo esto se hace más evidente en la posible adopción por parejas del mismo sexo, discusión en la que parece primar la óptica de los adultos más que el bien de los niños: para cumplir los deseos de algunos, estamos dispuestos a realizar -vía indicaciones parlamentarias- un cambio profundo en la estructura misma del orden familiar. Pero, ¿no exige todo esto una reflexión mayor, cuyo punto de partida sea el bien de los niños? ¿Puede siquiera formularse esta pregunta sin ser tachado de homofóbico?

Nuestro problema, creo, reside en lo siguiente: al ignorar la complejidad de estos fenómenos, caemos en la ilusión de que basta extender los derechos individuales para superarlos, desdeñando su dimensión colectiva. Hemos asumido de modo tan pleno las categorías individualistas, que nos cuesta siquiera percibir la posibilidad de que se trate de cuestiones de naturaleza distinta. Y si el diagnóstico es equivocado, los remedios también lo serán. En cualquier caso, lo más llamativo es que aquellos sectores que tanto critican (a veces con buenas razones) las consecuencias atomizantes del modelo económico, asumen en estos temas sus mismas premisas: en esa aceptación intelectual, suele decir Jean-Claude Michéa, está inscrita la peor derrota de la izquierda.

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