Columna publicada en El Mostrador, 11.06.2015

“Fuimos formados en un dogma”. Así calificó la recepción de la subsidiariedad en Chile Jorge Martínez, director ejecutivo de Fundación P!ensa, en el contexto del lanzamiento en Viña del Mar de Subsidiariedad: más allá del Estado y del mercado (IES, 2015).

Cualquiera sea la explicación del fenómeno –aquí hay mucho por explorar–, partidarios y detractores suelen pensar este principio como sinónimo de abstención del Estado, y eso es difícil de negar.

Por de pronto, es lo que parece tener en mente Ricardo Lagos cuando afirma que es clave “terminar con el Estado subsidiario” para alcanzar el desarrollo. La subsidiariedad, sin embargo, no consiste necesariamente en esa abstención, ni tampoco se restringe al ámbito del aparato estatal. Sin duda puede llegar a exigir cierta inhibición (del Estado u otra entidad), pero también ayuda, apoyo o alivio, tal como indica su raíz etimológica, y tal como pone de manifiesto el libro editado por el IES, lo que obviamente ha generado alguna polémica (destacando el intercambio entre Hugo Herrera y Clemente Recabarren).

Desde luego, esa polémica es esperable: se trata de una publicación que busca abrir un debate que ayude a repensar un concepto con indudables implicancias políticas. Lo importante es que el ejercicio ha sido fructífero, tal como espero mostrar a continuación, sintetizando las principales conclusiones que, hasta ahora, podemos extraer de la discusión desarrollada durante los últimos meses alrededor de la subsidiariedad.

La primera conclusión se refiere a la propia formulación del principio que, como decíamos antes, no siempre ha sido adecuada. La subsidiariedad no se reduce a la actuación del Estado ni se agota en la esfera económica. Tampoco consiste, por ende, en un mero criterio de eficiencia. En rigor, se trata de un principio que invita a descentralizar la toma de decisiones y, aun antes que eso, a proteger las competencias de las agrupaciones a que da lugar naturalmente la sociabilidad humana.

Así, existe un estrecho vínculo entre subsidiariedad y aquello que Manfred Svensson ha denominado pluralismo estructural, y también entre este principio y el propósito de revigorizar la sociedad civil. Detrás de todo ello, por cierto, subyace una antropología que busca tomarse en serio la dimensión relacional o comunitaria del ser humano, concebido como protagonista de su propio destino.

Una segunda conclusión, convergente con la anterior, es la insuficiencia de la distinción entre subsidiariedad positiva (o activa) y subsidiariedad negativa (o pasiva). En el pasado no fueron pocos quienes señalaron que, frente a una determinada situación, opera una u otra forma de subsidiariedad: cuando los particulares “actúan bien”, el Estado supuestamente debería retirarse (subsidiariedad negativa), pues él solo estaría legitimado para intervenir ante una “actuación insatisfactoria” de aquellos (subsidiariedad positiva).

Sin embargo, la reflexión sobre la subsidiariedad ha ido mostrando, con crecientes grados de aceptación, que en el mejor de los casos –digamos, si corresponde mantener tal lenguaje– siempre están en juego ambas dimensiones, positiva y negativa a la vez.

En efecto, al resguardar las competencias de las agrupaciones humanas y, por ende, la vitalidad de la sociedad civil, la subsidiariedad implica una determinada manera de comprender el papel del Estado (y las sociedades mayores en general). Aquí lo relevante no consiste en que se intervenga más o menos, ni tampoco que dicha intervención sea transitoria o permanente. Lo fundamental es que la intervención se realice de un modo tal que tienda a fortalecer –empoderar, diríamos hoy– la vida interna y el mejor despliegue de las diversas comunidades.

Lo central en este ámbito, entonces, es el tipo de intervención: la subsidiariedad puede demandar un Estado (u otra agrupación mayor) muy activo y, al mismo tiempo, poco invasivo (aunque el tema excede esta columna, ese pareciera ser el caso de la educación, tal como muestra Gonzalo Letelier en su artículo del libro).

Con todo, la conclusión más importante del reciente debate sobre la subsidiariedad parece ser la siguiente: debemos ser muy cuidadosos al identificar este principio con la “primacía de los particulares”. Se trata de una expresión muy imprecisa y que, por tanto, requiere ser especificada. Desde luego, la subsidiariedad otorga cierta prioridad a la sociedad civil; pero, precisamente por lo mismo, el principio exige proteger de todas sus amenazas a las agrupaciones que la configuran.

Sin duda, la actuación indebida del Estado puede ser una de esas amenazas, pero también un capital altamente concentrado o sujeto a insuficientes grados de control. En términos sencillos, la subsidiariedad pugna con un régimen oligopólico tanto como con un Estado omnirregulador, lo que abre muchas preguntas que ameritan ser exploradas (¿qué cabe decir, por ejemplo, de casos como Caimanes a la luz de la subsidiariedad?).

Si lo anterior es plausible, afirmar que la subsidiariedad conlleva la “primacía de los particulares” oscurece más de lo que aclara. ¿Seguirá siendo explicado de ese modo el principio? Hay buenas razones para pensar que sí, al menos en aquellos ambientes poco proclives a distinguir entre mercado y sociedad civil. Por ello, y por el indiscutible hecho de que los equilibrios entre ambas esferas –y respecto al Estado– están bajo examen, la reflexión y el debate en torno a la subsidiariedad de seguro continuarán.

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