Columna publicada en Chile B, 24.06.2015

A pocos días de la publicación de la encíclica “Laudato Si”, del Papa Francisco, su recepción parece mayoritariamente favorable. No obstante, ya han aparecido voces críticas —por de pronto la del líder conservador norteamericano Jeb Bush— a las reflexiones sobre la crisis ecológica actual. “Pastelero a tus pasteles” pareciera ser el reproche, con la premisa implícita de que el pontífice, cabeza de la Iglesia Católica, no tiene nada que decir al respecto. Detrás de esa crítica se aprecia cierto disgusto por las duras acusaciones que realiza Francisco al modelo de desarrollo hoy predominante. Al parecer, muchos piensan que el progreso económico, científico o tecnológico se explican y justifican por sí solos, negándose de antemano a ver el lado menos amable del fenómeno, que es precisamente aquello que quiere mostrar la encíclica.

En cualquier caso, el texto se hace cargo de ese tipo de objeciones. En las primeras páginas, por ejemplo, Francisco señala que para un cristiano “nada en este mundo resulta indiferente”, por lo que resulta lógica una reflexión profunda sobre “nuestra casa común”. En esa línea, plantea que la crisis ecológica que nos afecta está lejos de ser un asunto aislado, pues todo está interconectado y, por lo mismo, los problemas ambientales son también problemas sociales. Los niveles de contaminación ambiental, el hacinamiento de las ciudades, el uso indiscriminado de los recursos naturales, los cambios climáticos, los patrones de consumo, la experimentación genética, entre los muchos aspectos que trata la encíclica, repercuten sensiblemente en la vida humana. En el mismo sentido, los desequilibrios ecológicos guardan directa relación con los enormes niveles de injusticia y desigualdad que existen en nuestras sociedades, porque afectan especialmente a los más pobres y excluidos a costa de los beneficios de unos pocos. De este modo, la degradación ecológica implica también una degradación humana y social, porque impide crear lazos de integración y una genuina preocupación por el bien común.

No se trata, por tanto, de un asunto exclusivamente técnico que deba quedar en manos de “los expertos”, precisamente porque la ecología tiene una dimensión humana que es irreductible al dominio de la técnica. Si ellos no van acompañados de una reflexión ética y social, como señala Francisco, se corre el riesgo de provocar daños irreparables, como empieza a ser el caso. Por esa razón, y siguiendo las palabras de Habermas, aquello que el mercado y la ciencia “hacen técnicamente disponible, los controles morales deben hacerlo normativamente indisponible”. La encíclica critica las pretensiones de dominio absoluto sobre la naturaleza, el individualismo exacerbado que nos hace indiferentes al bien común, y el paradigma tecnocrático que nos lleva a buscar sólo el máximo beneficio posible, sin otro tipo de consideraciones éticas, empezando por la dignidad de las personas.

El desafío que presenta la encíclica “Laudato Si” es enorme y nos involucra a todos: desde los ciudadanos de a pie, a quienes nos motiva a cambiar nuestro estilo de vida a través de pequeñas acciones cotidianas de solidaridad, austeridad, responsabilidad y cuidado; pasando por las distintas asociaciones intermedias (familias, escuelas, empresas, ONG); hasta los Estados, que tanto tienen que hacer y decir en estas materias a nivel local e internacional. Una “ecología integral”, más allá de las miradas cortoplacistas y la confianza ciega en el progreso, esa es la propuesta del Papa Francisco para un modelo de desarrollo sustentable.

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