Columna publicada en La Tercera, 10.06.2015

Si alguien tenía dudas, la renuncia de Jorge Insunza puso de manifiesto que la estrategia oficialista de las últimas semanas no logró modificar el escenario político, ni tampoco sirvió para recuperar el control de la agenda. Es más, el caso Insunza vuelve a poner arriba de la mesa la pregunta que ningún político ha querido responder: ¿qué tipo de relación tienen nuestros hombres públicos con los grupos económicos? ¿Qué secretos se tejen allí? ¿En qué medida La Moneda está involucrada en eso? ¿Por qué traer ex lobbistas al gabinete? ¿Habrá algún involucrado dispuesto a hablar con toda la verdad?

Es cierto que Insunza renunció, asumiendo su responsabilidad. Sin embargo, la forma en que decidió hacerlo es bien sintomática de ese extraño limbo que habitan nuestros políticos: no reconoció ninguna falta grave, dijo tener la conciencia tranquila, y terminó interpelando a medio mundo. Poco le faltó para responsabilizar a la opinión pública por haber elevado sus estándares en un momento tan poco oportuno. Todo esto es desafortunado, por decirlo de algún modo: basta mirar diagonalmente los “informes” para preguntarse por qué diablos una minera habría de pagar millones por unos textos tan recocidos como irrelevantes. El ex ministro tenía una espléndida oportunidad para aclarar todo esto yendo de frente, pero prefirió persistir en la guerrilla política, contribuyendo así con su grano de arena al desprestigio de todo el sistema.

Todo esto tiene sus efectos políticos en el corazón del poder. Mal que mal, Insunza encarnaba buena parte de la última apuesta presidencial. El problema es que los caminos de Michelle Bachelet se van estrechando peligrosamente. Es más, la Presidenta parece desorientada, como fuera de lugar: no sabe qué hacer ni cómo operar, y parece no tener herramientas para salir del atolladero. No sólo ha persistido en la negación de la precampaña, sino que sus señales siguen siendo equívocas. Está claro que los circuitos de confianza exclusiva, que tanto le obsesionan, han dejado de funcionar, pero la Mandataria se resiste a dejarlos. De hecho, un tipo tan experimentado como Jorge Burgos aparece incómodo, sin espacio. Este diseño tiene al Ejecutivo paralizado, sin reacción ni iniciativa. Esto es bien delicado en un régimen presidencial, donde casi todos los resortes institucionales están radicados en Palacio. Si el gobierno sigue inmóvil, padeciendo una agenda que no controla, podemos terminar en una crisis sistémica de proporciones insospechadas.

Maquiavelo decía que los políticos fracasan cuando no saben leer aquello que llama “la calidad de los tiempos”: quienes no saben adaptarse al cambio de la Fortuna, caen rápidamente en desgracia, por más alto que hayan volado. Por lo mismo, las respuestas propias de la transición han dejado de ser operativas: este tiempo requiere nuevas disposiciones y aptitudes, y exige respuestas distintas frente a una ciudadanía que empieza a mirarlo todo con desconfianza. Ya no valen ni la ventaja pequeña, ni el círculo secreto, ni el silencio ni la excusa infantil. Supongo que alguien en Palacio debería tomar nota de todo esto.