Columna publicada en La Tercera, 20.05.2015

Hace muchos años fui, en Rosario, a una fiesta en el segundo piso del “ex-Tigre”, un supermercado ocupado por sus trabajadores el 2001, en medio de la crisis económica argentina. Uno de los momentos álgidos de la celebración fue cuando sonó la canción “Señor cobranza”, en la versión de  Bersuit Vergarabat. A quien no la haya escuchado, le recomiendo recurrir a YouTube (ya que la policía mundial de la propiedad intelectual acabó con Grooveshark). Las frases que esa noche escuché a mis amigos argentinos corear con una especie de rabia irónica incluían “no me digan se mantiene con la plata de los pobres, porque eso sólo alcanza para mantener a unos pocos”, “son todos narcos”, “¿Y ahora qué? ¿Qué nos queda? Elección o corrupción es para mí la misma mierda” y, por supuesto, “ellos tienen el poder y lo van a perder”.

Pero no perdieron el poder. Era imposible que lo perdieran, porque “ellos” eran todos los que estuvieran cerca del poder. Tampoco se fueron todos luego de que les gritaran “que se vayan todos, que no quede uno solo”. Lo que recibieron los argentinos a cambio de su crítica radical a “los poderosos” fue a los Kirchner, los enterradores finales de cualquier resto de grandeza que hubiera sobrevivido a los embates del curioso des-desarrollo del que alguna vez fue uno de los países más prósperos del mundo.

Y supongo que si hoy asisto a una fiesta similar a la que fui hace más de diez años, todavía podré corear a todo pulmón “Señor cobranza” con esa especie de rabia irónica.

El problema invisible para las generaciones de argentinos que se han sucedido esperando que los poderosos pierdan el poder, que “se venga el estallido” o “que se vayan todos” es que su desconfianza generalizada es la que impide, justamente, cualquier cambio para bien y cualquier aproximación de la decencia al gobierno. Esto es así porque tal visión hace pagar a justos por pecadores y termina premiando al que juega sucio. Tal como dice José Andrés Murillo, “desconfianza y confianza ciega destruyen el espacio necesario que constituye y sostiene la confianza lúcida”. Esto significa que ambas anulan el espacio de luz entre las personas que permite verse y reconocerse sin fusionarse. Y ambas son, justamente, los polos entre los que se ha movido Argentina: del desencanto al populismo, y de vuelta.

En Chile no podemos darnos el lujo de aceptar los discursos que exigen patear la mesa. No podemos aceptar las arengas de quienes intentan diluir toda responsabilidad en “el sistema”, “los poderosos”, “las elites”, o lo que sea. Ni la indecente necropolítica de los dirigentes universitarios que culpaban al gobierno o a la Constitución del asesinato brutal de dos estudiantes, ni la pretensión de algunos políticos de un “borrón y cuenta nueva” por los casos de corrupción, ni el supremacismo “ciudadano” anti-institucional de quienes exigen una asamblea constituyente, ni las apelaciones de algunos empresarios a la “naturaleza humana” para explicar los abusos. Si queremos evitar una profecía apocalíptica autocumplida, no debemos disparar a la bandada, sino afinar la puntería.