Columna publicada en Pulso, 06.04.2015

¿Es necesario que exista la derecha política? En el actual escenario de crisis ella pareciera ser prescindible. Asimismo, su historia reciente no es demasiado auspiciosa: por momentos, solo parece representar los intereses de algunos, y sus principios se han limitado a cuestiones tales como la eficiencia, el orden público y la igualdad de oportunidades. Por sí solos, desde luego, ellos resultan insuficientes para articular un discurso y una épica a la altura de las necesidades presentes. No es raro, entonces, que muchos piensen que no necesitamos a la derecha, o que ella solo sirve para tener un enemigo común.

Sin embargo, como bien ha mostrado Hugo Herrera en “La derecha en la crisis del Bicentenario”, en la derecha confluye una serie de tradiciones intelectuales bastante más profundas que las visibles en la actualidad. Esas tradiciones ciertamente permiten ampliar su alcance como sector político, pero exigen, al mismo tiempo, un trabajo serio y a largo plazo; un trabajo que haga posible, entre otras cosas, repensar una serie de ideas y conceptos que suelen ser trivializados. Eso es, en parte, lo que quisimos hacer en el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) al convocar a diversos académicos a escribir en el libro “Subsidiariedad. Más allá del Estado y del mercado” (2015).

Volver a pensar el principio de subsidiariedad obliga a hacerse cargo de una discusión hasta ahora precaria. Normalmente se ha pensado que aquel tiende a la abstención del Estado como regla general. Sin embargo, la doctrina social de la Iglesia Católica (desde León XIII y sus precursores hasta Benedicto XVI), la reflexión protestante (con teólogos tan importantes como Johannes Althusius) y diversas corrientes federalistas o liberales coinciden en que subsidiariedad y Estado mínimo no son sinónimos.

Una comprensión más profunda de la subsidiariedad implica entenderla en su doble naturaleza: por un lado, dependiendo de las circunstancias, es un principio que bien puede invitar a la abstención del Estado. Pero promover la subsidiariedad conlleva también una comprensión del aparato estatal como un ente activo y habilitador, donde se toman en cuenta las realidades concretas en las cuales se dan los problemas, con vistas a plantear soluciones próximas y atingentes a ellos. Un Estado subsidiario, por tanto, no es un campo de batalla abandonado a las manos de un mercado desregulado, sino uno donde conviven y se fomentan las distintas instituciones que conforman la sociedad civil. A fin de cuentas, como señala Manfred Svensson en su artículo “Subsidiariedad y ordopluralismo”, se trata “de un principio político y jurídico por el que se busca resguardar la competencia de las comunidades menores” (p.77). No es simplemente un principio de orden económico que busque sacar al Estado del escenario de las transacciones entre intereses privados, sino una manera de reconocer la multiplicidad de iniciativas y proyectos que componen toda sociedad.

¿Qué relacion tiene, entonces, el principio de subsidiariedad con la derecha? No cabe duda que, de tomarse en serio, la subsidiariedad podría entregar cuatro herramientas concretas para una amplia articulación intelectual dirigida a la acción política. En primer lugar, dicho principio no es unívoco: permitiría convocar dentro de la derecha a amplios sectores políticos que consideren valiosas las tradiciones intelectuales socialcristianas, liberales y nacionales. Defendiendo la pluralidad de focos de autoridad se podría generar un relato coherente y positivo que defienda y promueva la sociedad civil, las iniciativas de los privados para conformar comunidades con identidades robustas y sentido de futuro. En segundo término, pero muy en línea con lo anterior, la subsidiariedad otorgaría herramientas concretas para fomentar una auténtica descentralización del país. Este principio reconoce y promueve la búsqueda de soluciones cercanas a los problemas, e incentiva el desarrollo de las habilidades de las comunidades menores (y, por supuesto, locales) en todo aquello que les sea propio. En tercer lugar, la subsidiariedad se opone a todo abuso de poder: no busca una disolución de la autoridad ni un desmembramiento de la justicia, sino una primacía de las personas y de sus comunidades por sobre aquellas estructuras que naturalmente tiendan a la burocracia y a las soluciones uniformes. Así, defendiendo espacios plurales de autoridad, dicho principio es un gran aliado para combatir la desconfianza y los abusos que tanto han dañado en los últimos años a la vida social. Por último, pero quizá lo más importante, refrendar la subsidiariedad implica hacer un voto prioritario por los menos favorecidos: al ser un principio cuya cara positiva implica una habilitación de los cuerpos intermedios, obliga a quienes están cerca de ellos hacerse corresponsables de su futuro. Por tanto, en vez de apuntar a un Estado asistencialista -o, de acuerdo con nuevas nomenclaturas, promover amplios y ambiguos derechos sociales-, la subsidiariedad incentiva la participación ciudadana en los estamentos más básicos que componen la vida social.

Así, si la derecha quiere salir del atolladero en que se encuentra, haría bien en promover un diálogo que tenga como centro el principio de subsidiariedad. En ese debate, eso sí, no pueden primar las defensas corporativas, ni tampoco es deseable que algunos se erijan como dueños del principio. De lo contrario, difícilmente podrá rendir frutos la rehabilitación de la subsidiariedad.