Columna publicada en La Tercera, 22.04.2015

La llamada “generación de la transición” de la ex-Concertación, que hoy engloba a quienes rondan los 40 y 50 años, renunció al poder el año 2011. Fue una abdicación cobarde y vergonzosa, puesto que ocurrió en medio de adulaciones a sus verdugos, el movimiento estudiantil. A este fenómeno se refirió en ese entonces Carlos Peña, llamándolo “la nueva beatería”, pero no extrajo sus consecuencias últimas: que los aduladores perderían por completo el respeto público que sólo la dignidad engendra. Al mirar a los líderes estudiantiles con ojos desorbitados y al considerarlos como “los realizadores de lo que nuestra generación no pudo”, los otrora “jóvenes de la transición” perdieron para siempre su autoridad política. Y, como decía Plan Z en su momento, quedaron condenados a simplemente “seguir transiciendo”, como segundones.

¿Por qué ocurrió esto? Los representantes de esa generación lo saben bien, aunque nunca han podido lidiar con ello: fueron incapaces de rebelarse ante sus padres. Sus padres, los héroes de la democracia chilena, los que lucharon contra Pinochet (y algunos contra Allende también) y luego condujeron al país hacia la democracia sin una guerra civil. Sus padres, que los convirtieron en eunucos del nuevo orden -de los consensos- condenándolos a dedicarse a ganar plata (como fuera) o a “explorar su subjetividad”, pero no a meterse en los temas serios, de fondo. Por eso, porque odian a sus padres, pero nunca pudieron ser más que ellos, se entregaron por tan poco al mando de cabros recién salidos de la universidad que clamaban contra la obra de sus progenitores. Por eso renunciaron a su turno, alterando los equilibrios generacionales, y se arrodillaron servilmente frente a líderes que hasta ayer eran unos mantenidos.

Ahora bien, el daño que hizo la“generación perdida” no los alcanza sólo a ellos. Adular, como ya advertía Platón, no es gratis: es una forma particularmente efectiva de corromper; es una forma de hacer creer a otro que posee atributos que no tiene o que, al menos, no ha terminado de desarrollar. Es una forma de castrar, de traspasar el mal que ellos recibieron, haciendo crecer la estéril vanidad de otros. Imposible no pensar en ello cuando los mismos Boric, Jackson y Vallejo, que fueron puestos en un podio de virtud del que suelen jactarse, han sido incapaces de condenar la violación abierta de derechos humanos en Venezuela cuando esto es tratado. Temerosos de Twitter, sedientos del aplauso fácil, y carentes de la misma estatura moral que predican tener.

La paradoja de todo esto es evidente: la generación renunciada no puede gobernar, pero tampoco los jóvenes inexpertos y dañados en el ala por la adulación. Son incapaces de hacer descansar el orden en sus espaldas. Y, por eso, el país vuelve sus ojos a los viejos al mismo ritmo que el gobierno de Bachelet se hunde, mientras Peñailillo y Arenas agitan las banderitas del movimiento estudiantil. Vuelven, al parecer, los mismos viejos odiados. Y será la tensión entre ellos y la juventud la que dará -en buena medida- forma política al Chile que emerja de la polvareda.