Columna publicada en #tuconstitución, 28.04.2015

Una Constitución política no es un papel que dicta la forma como debe o debería vivir un pueblo. No es un comando dictado desde el Olimpo. Debe ella ser, en lo posible, reflejo y cauce de las ambiciones y del despliegue del modo de ser de ese pueblo. Esta es la probable razón por la que el origen de dichos textos no sea muy relevante para su legitimidad: constituciones impuestas en dictadura han logrado a veces captar mejor -o adaptarse con mayor facilidad- al modo de ser de un pueblo que otras elaboradas en democracia por mentes sofisticadas y llenas de buenos deseos.

La pregunta relevante, entonces, es cómo es que una constitución puede reflejar la forma de vida de un cuerpo político. Quienes confían exageradamente en la razón dirán que una reunión de hombres sabios, ojalá académicos constitucionalistas, bastará a tal efecto. Quienes confían exageradamente en la representación dirán que una reunión de personas elegidas democráticamente asegurará un buen resultado. Pero lo cierto es que ninguna de estas opciones entrega garantía alguna de resolver el asunto que estamos discutiendo ni asegura mejores réditos.

De hecho, lo único que hace probable un buen resultado es asumir que la tarea de escribir una Constitución política que funcione excede con mucho las capacidades de cualquier asamblea de seres humanos, tenga o no respaldo democrático. Esto es así porque la pretensión de planificación a gran escala no se vuelve menos ilusoria según el apoyo que le preste o no una mayoría circunstancial, tal como nos muestra el antropólogo anarquista James Scott en su excelente libro “Seeing like a State”.

La única manera de esquivar el drama de engendrar algo que sea letra muerta o que se sostenga en la pura violencia nace de la conciencia de la limitación de la propia capacidad. Algo muy poco común en los seres humanos. Pero la pregunta importante es cómo es que esta conciencia puede tomar forma institucional ¿Existe una lógica para pensar el orden del poder que no caiga necesariamente en la soberbia?

Hay tres recetas -no necesariamente excluyentes- que tienen este objetivo: una es el paso del tiempo. Y esto no significa que la antigüedad de una Constitución la vuelva de por sí más adecuada, sino que ella ha sido purgada por reformas que la han ido adecuando. Es por ello que el camino de la reforma es siempre más razonable que la distractiva y presuntuosa idea de “redactar todo de nuevo”, como si los textos constitucionales exitosos no fueran siempre tributarios entre sí. La segunda es la idea hayekiana de que el mercado es capaz, dado su carácter de sistema de información descentralizado, de asignar de mejor manera los recursos que cualquier entidad estatal, por lo que la organización política debería ser funcional principalmente a la operación de éste. La tercera es el principio de subsidiariedad: la idea de que el despliegue de lo humano depende de una serie de instituciones irreductibles entre sí debido a su especial capacidad para custodiar bienes esenciales. Siendo esto así, la forma y el rol del Estado debe estar adecuada justamente a habilitar estas instituciones para que puedan cumplir sus funciones, que incluyen, a su vez, la protección habilitante de otras instituciones menores.

En Chile, este último principio está presente en la Constitución de 1980 y se podría decir que es parte de su sabiduría, aunque fue interpretado en los años sucesivos cada vez más en la línea del “laissez faire” hayekiano. En tiempos de amplia presión de la sociedad civil por mayor participación y de una evidentes fallas en proyectos claves de descentralización del poder en Chile (tales como la municipalización escolar y la regionalización), bien vale la pena retornar a esta idea para pensar nuestro futuro político. Invitar a este retorno -no decir la última palabra- fue lo que nos llevó en el Instituto de Estudios de la Sociedad– a publicar nuestro último libro: “Subsidiariedad, más allá del Estado y del mercado”.