Columna publicada en Chile B, 31.03.2015

En su columna del día lunes, Valentina Verbal intenta refutar el documento titulado Teoría de género: ¿De qué estamos hablando? 5 claves para el debate, publicado por el Instituto de Estudios de la Sociedad y Comunidad y Justicia. Quisiera aclarar algunos puntos que Verbal omite en su análisis y, aún más, animar a los lectores a revisar el texto y sacar sus propias conclusiones a partir de él.

La caricatura en que supuestamente habríamos incurrido, a juicio de Verbal, es que en dicho documento sostenemos que la teoría de género desvincula éste de los elementos biológicos o de la naturaleza humana, enfocándose casi exclusivamente en aspectos culturales, lo que en realidad no sería así. De este modo, Verbal niega que la teoría de género, incluyendo sus posturas más radicales, como la teoría queer (cuya principal exponente es la académica norteamericana Judith Butler), sostenga dicha afirmación. Veamos.

La tesis principal de Butler, introducida en Gender Trouble en 1989, y que se repite en toda su obra, es que el género es un artificio social. Ser hombre o mujer no derivaría de la condición humana, sino más bien de costumbres que, a su vez, reflejarían las relaciones de poder en una determinada sociedad. En todo caso, la desnaturalización del género es una idea mucho más antigua que Butler, y de hecho en el documento denostado por Verbal hacemos un breve repaso de su historia. Lo que la filósofa norteamericana añade es, en realidad, una radicalización de dicha postura, tal como puede notarse de su simple lectura: “Cuando el estatus constructivo del género es teorizado como radicalmente independiente del sexo, el género mismo se convierte en un artificio volátil”, escribe. Su planteamiento supone que no hay razón para que existan dos géneros, correlatos de los dos sexos biológicos, en lugar de tres, seis o indefinidas categorías. De este modo, podríamos crear nuevos géneros, en un acto de subversión, que parodien y abandonen la opresión “heteronormativa”.

Por si quedaran dudas, Butler agrega lo que sigue: “El género está causalmente determinado por el sexo, salvo que el portador del sexo biológico originario actúe expresamente contra el mismo, adoptando el comportamiento propio de otro género”. De este modo, el cuerpo pasa a ser considerado un objeto pasivo, que poco o nada tiene que decir respecto al género del sujeto (tal como, dicho sea de paso, señala la misma cita que Verbal introduce en su columna: al parecer, sin darse cuenta, nos da la razón). Según Butler, no existe ningún dato objetivo anterior, del tipo que sea, a las fuerzas sociales y culturales que definen el género de una persona. Afirma que los seres humanos nacen neutrales —sin aportar ninguna muestra de ello—, y que son las circunstancias culturales y la voluntad del sujeto las que posteriormente determinan su identidad. El género aquí es, en definitiva, una construcción discursiva, esencialmente performativa.

Como puede verse hasta ahora, si alguien incurre en una caricatura no somos nosotros. Cuestión que, desde luego, se acentúa al advertir el segundo punto esgrimido por Verbal. Para ella, nosotros identificaríamos completamente sexo y género, por lo cual no consideraríamos factores históricos y culturales a la hora de analizar la atribución de roles a lo masculino y lo femenino y, en consecuencia, fomentaríamos estereotipos y posturas deterministas. Pero como puede notar cualquiera que lea el informe, nada más lejos de la realidad. Lo que el documento justamente explica es que la sexualidad humana exige una adecuada comprensión de las distintas dimensiones que la configuran. De hecho, como bien apunta Arregui, la sexualidad no puede ser considerada únicamente como un hecho fisiológico carente de valor o significado, porque está naturalmente inserta en algo así como una constelación simbólica, donde cada singularidad cobra su sentido, al tiempo que debe ser humanizada, y ciertamente humanizar es “culturizar”. Lo que no parece sensato es creer a priori que la cultura se opone ­o puede prescindir radicalmente del dato biológico.

En rigor, la cultura no es unívoca, sino intrínsecamente plural: hay, por cierto, una pluralidad de modos de humanizar la sexualidad, a partir de las posibilidades que ofrece la condición humana. Pero si bien ser varón y ser mujer va más allá de cumplir con algunos roles establecidos, es al menos complejo afirmar que no existe una realidad básica que diferencie al sexo masculino y femenino, y si se quiere plantear eso debe argumentarse, no lanzar adjetivos calificativos infundados. La diferencia sexual, hasta donde sabemos, implica, entre otras cosas, una carga genética, órganos sexuales masculinos o femeninos, y diferencias hormonales que actúan en circuitos cerebrales distintos, y que pueden ser demostrados empíricamente. Además, el ejercicio de diversas facultades y aspectos más profundos de la persona, como el temperamento y la sensibilidad, parecieran verse modalizados por la diferenciación sexual (véase, por ejemplo: Rubia, Francisco, El sexo del cerebro: la diferencia fundamental entre hombres y mujeres, 2007). Asimismo, hay diferencias patentes en los modos de interacción de padres y madres respecto de sus hijos, en las distintas etapas de su vida y dependiendo de su sexo. El complemento de padre y madre ofrece oportunidades únicas de aprender distintos tipos de habilidades cognitivas, lingüísticas y emocionales que influyen en el desarrollo intelectual y social de un niño (Wilcox, W. Bradford y Kline, Kathleen, Gender and Parenthood, 2013). Y así podríamos seguir.

Desde luego, lo que se ha dicho puede ser controvertido. Pero ello exige plantear razones y críticas fundamentadas. Y debemos advertir que, en estos temas, Verbal suele tildar de caricatura a cualquier postura diferente a la suya, y esta no parece ser la excepción. El diálogo, a fin de cuentas, necesita de dos partes, y eso es lo que más parece faltar en esta ocasión.