Columna publicada en Qué Pasa, 06.03.2015

El hecho de que durante los últimos años un buen grupo de hombres del mundo de los negocios haya pasado de las páginas sociales a las policiales ha levantado una serie de preguntas interesantes. Entre ellas, una de las más llamativas es si existiría una especie de “déficit ético” en las facultades de Economía y Negocios relacionado con el comportamiento de algunos de sus egresados.

Esta interrogante merece ser matizada por una prevención: las personas vestidas con ropa cara que se han paseado por los tribunales tienen en común, además de la ropa y la carrera profesional, el hecho de haber estado en posiciones de poder. Y es muy probable que las tentaciones propias del poder tengan mucho más que ver con su corrupción que la ausencia de unos ramos de ética en su época de estudiantes. Después de todo, ni los abogados ni los contadores ni los funcionarios que están también involucrados en estos escándalos estudiaron Ingeniería Comercial. Tampoco Sebastián Dávalos.

Así, antes de dirigir la mirada a las universidades, debemos considerar que hay factores de corrupción que tienen que ver con el estar en posiciones de poder que permiten aprovecharse de los demás. Del mismo modo, debemos descartar una especial afinidad entre personas moralmente corruptas y la carrera en cuestión (pues son muchos más los egresados honestos que los deshonestos). Finalmente, es necesario notar que existen condiciones culturales más amplias que no son achacables a un programa de estudios: la idea de que abusar de los demás es ser “vivo” y actuar decentemente es ser “gil” no la inventaron los ingenieros comerciales.

Dicho esto, podemos abordar el asunto en su justa dimensión, lo que supone preguntarse si existe algo en la formación de nuestros profesionales de la administración y la economía que pudiera hacer que una persona sin estándares éticos sólidos previos fuera incapaz de identificar como problemáticas determinadas situaciones que sí lo son. En otras palabras, si es que hay algo en la deformación profesional propia de la carrera que genere el riesgo de “puntos ciegos” éticos.

La respuesta que las demás ciencias sociales, las primas pobres de la economía, suelen dar a esta pregunta es que hay fallas en los supuestos respecto a la conducta (y la naturaleza) humana que utilizan los economistas. Estos problemas surgirían porque, en el notable esfuerzo por formalizarse, la economía clásica terminó por simplificar al extremo su comprensión del hombre, lo que sumado a la pretensión de neutralidad ética propia de las disciplinas que tomaron a las ciencias naturales como referente, terminó creando una perspectiva particularmente insensible a dimensiones esenciales de la vida humana. Los supuestos que se atacan cuando se realizan estas acusaciones son los de racionalidad perfecta de los agentes, egoísmo natural de los mismos, jerarquía clara y transitiva de las preferencias, etc. Todo lo que es resumido en el concepto de “homo economicus”.

Ahora bien, la respuesta del economista inteligente a estas críticas es que toda ciencia realiza simplificaciones para efectos de formalización y trabajo con modelos, y que esto no significa que esté realizando postulados respecto a la naturaleza humana o algo por el estilo. Lo que está haciendo es asumir lo que, desde el punto de vista del sistema económico (del “mercado”), cuenta como acción racional. Esto no niega, por supuesto, que existan otros puntos de vista.

Así, el verdadero problema no tendría por qué ser el de los supuestos de la ciencia económica, sino más bien el de la naturalización de esos supuestos. Y es esta confusión de mapa y territorio, la incapacidad de reconocer los límites de la propia perspectiva, la que podría explicar los posibles “puntos ciegos” que facilitarían conductas reñidas con la ética. En otras palabras, el problema no tendría por qué ser la economía, sino el economicismo.

Este problema se mezcla en la realidad con el hecho de que economistas y administradores suelen ocupar cargos de prestigio y poder para terminar generando el riesgo de que intenten imponer al mundo una organización que calce con los supuestos de la ciencia económica.

Así, quienes confunden el mercado con la sociedad terminan generando problemas bastante parecidos a los que confunden el Estado con ella, olvidando, como dice el antropólogo James Scott, que “el mercado es, él mismo, un sistema formal de coordinación dependiente de sistemas más amplios de relaciones sociales cuyo propio cálculo no puede abarcar y que él mismo no puede crear ni mantener”. Es decir, que su existencia depende de una serie de factores extraeconómicos, tales como los contratos y las leyes de propiedad, junto con la coerción estatal que les da fuerza, pero especialmente de condiciones de confianza social, comunidad y cooperación sin las cuales los mercados se hacen insostenibles.

¿Qué se hace para lidiar con este asunto? ¿Son clases de ética lo que hace falta en las facultades de Economía y Negocios? Si, como decía Hayek, el curioso propósito de la ciencia económica es enseñar a los seres humanos lo poco que saben acerca de lo que creen que pueden diseñar, ¿cómo despertar y mantener viva la conciencia de la propia ignorancia en los estudiantes (y en los profesores)? ¿Cómo volver más humilde la mirada de la disciplina sin desordenarla por eso?

Hace poco, el economista José Ramón Valente se quejaba en una columna en La Tercera porque una señora en una feria de Pucón le había dicho que sus arándanos eran más caros que en el supermercado porque ella “valoraba su trabajo”. El profesional parecía molesto por la apelación de la señora a razones extramercantiles, ajenas a la utilidad. El profesor de economía de la Universidad Católica Carlos Williamson le respondió, en una carta algo confusa, que era necesario, para el progreso del país, “envolver las miles de transacciones económicas con un manto de humanidad”. Lo mismo puede decirse de la enseñanza de la disciplina que Valente y Williamson comparten.