Columna publicada en La Tercera, 04.03.2015

Los múltiples escándalos que han sacudido al mundo político han llevado a muchos a preguntarse si acaso la gravedad y profundidad de la crisis no ameritan una salida política. El objetivo sería, tal como en el acuerdo Lagos-Longueira, calmar las aguas y evitar una catástrofe mayor. La pregunta es pertinente: el orden social reposa sobre ciertas bases morales y culturales difíciles de recrear y, por lo mismo, suele ser más frágil de lo que parece.

Con todo, esta vez la salida política no parece tan atractiva. Si la principal amenaza a nuestro sistema político es su creciente falta de legitimidad, cualquier solución que tenga la mera apariencia de transacción está condenada al fracaso. La ciudadanía no parece dispuesta a hacer (otra vez) la vista gorda.

La sensación generalizada -más o menos justa, pero indiscutible- es que tenemos una clase dirigente que lleva décadas acumulando beneficios y privilegios, y cuya única preocupación es conservarlos, sin importar los medios utilizados. No se percibe una auténtica preocupación por lo común, que es lo propio de la política, sino un interés individual.

En rigor, es sintomático que sea tan difícil lograr que nuestros dirigentes asuman sus responsabilidades políticas, cada uno en su nivel. En la UDI, por ejemplo, todo sigue igual, como si ninguna de sus figuras hubiera sido tocada. La Presidenta todavía no admite que el juego democrático exige responder preguntas de la prensa, porque hay cosas que deben ser aclaradas. Andrés Velasco y Alberto Undurraga, por su parte, siguen debiendo explicaciones; y suma y sigue. De más está recordar que cada uno de estos silencios y omisiones va aumentando el malestar.

Por lo mismo, y mientras no se modifiquen estas actitudes, cualquier iniciativa legal o “comisión de hombres buenos” carece de destino. No hacen faltan más leyes, ni códigos, ni reuniones; nos falta comprender que el autogobierno democrático es un régimen político particularmente exigente, que requiere virtudes públicas, un ethos, que ningún mecanismo es capaz de proveer por sí solo. Quizás hemos insistido demasiado en un lenguaje de derechos, donde las obligaciones correlativas han ido desapareciendo de nuestro horizonte. Las exigencias propias de la democracia han ido pasando a segundo plano, dejando paso a disposiciones más laxas, cuyos efectos conocemos.

Dicho de otro modo, nuestra clase dirigente olvidó hace años que los conflictos de interés sí afectan a una sana deliberación pública, que el tráfico impúdico entre el sector privado y público en áreas reguladas puede ser muy grave, que hay ciertas maneras de financiar sus campañas que les pueden impedir cumplir con sus deberes, y que las posiciones de poder y privilegio no pueden ser utilizadas para beneficio personal. En suma, han olvidado que lo político tiene un carácter y una dignidad específicas, que deben ser resguardadas celosamente por ellos, en lugar de ofrecidas al mejor postor en subasta pública. Mientras esto no se comprenda, ninguna regulación podrá salvarnos del despeñadero.